La actualidad del 11 de abril: golpe, contragolpe y los flujos del poder (IV)

Lecciones del golpe de Estado

La suma de todas las ironías

Como hemos marcado, el golpe de Estado de 2002 no dejó de tener una serie de efectos paradojales que lo relacionan con otros momentos de la historia venezolana. Es curioso que el Presidente Chávez sufre un golpe de Estado cuando él mismo había intentado uno sobre Carlos Andrés Pérez en febrero 1992. Dos de los golpistas implicados en la conjura de abril, el General Fuenmayor y el abogado Daniel Romero eran entonces funcionarios del Presidente Pérez. El ex presidente fue investigado por su participación en la conjura del 11 de abril, dado su estrecho vínculo Carlos Ortega, líder sindical de la CTV que junto a Pedro Carmona cargó sobre sus hombros la rebelión contra Chávez. Pérez sabía de planes golpistas, pero como otros hombres poderosos, no impidió su avance o les brindó apoyo tácito. Sí fue un abierto opositor a Chávez en el movimiento de protesta y rebelión civil desde finales de 2001.

Sin embargo, si removemos un poco más entre los dos golpes, hay otras similitudes. El presidente Pérez en 1992 también se enfrentaba a la tenaz oposición del establishment económico, político y mediático del momento. Se hablaba a viva voz de las posibilidades de golpe de Estado, de descontento en los cuarteles y hasta un grupo de nutridos intelectuales, los Notables, pontificaban por el fin del gobierno de Pérez. El presidente se había enfrentado al inicio de su mandato con una revuelta popular y en el 92 se encontraba debilitado y aislado políticamente. Y, por si fuera poco, aunque sus organismos de Inteligencia le repetían insistentemente los planes de una conspiración y los nombres de unos tenientes coroneles seguían apareciendo en los reportes de complots, Pérez le restaba importancia y pensaba que aquellos militares no se atreverían a darle un golpe de Estado a él, con tanta experiencia sobre el tema habiendo sido Ministro del Interior del Presidente Betancourt.

Tan fascinante como algunas coincidencias en los golpes de Estado que se separan con casi 10 años exactos de distancia, serían algunos aspectos del carácter y liderazgo de Chávez y Pérez. Ambos serían presidentes muy populares, probablemente los dos políticos más influyentes de los últimos 50 años. Los dos provenían del interior del país, de entornos humildes. De notables capacidades para la expresión, con dotes de orador. En los dos había tendencias a cierto estilo autoritario, a actuar a discreción, a mostrar terquedad y a insistir en ejecutar sus planes independientemente de la resistencia que causaran. Entendían la importancia de la proyección de Venezuela en el mundo y trabajarían con denuedo por mejorar las relaciones internacionales del país. Ambos ejercían cierta polarización en la sociedad, aunque con un alcance distinto. Ideológicamente estaban en aceras distintas: Pérez era un socialdemócrata convencido y cultor de la democracia republicana. Chávez para el 2002 se interesaba en construir un proyecto nacionalista con componente cívico-militares (luego se declararía socialista) y apuntaba a una democracia participativa y popular. La pugna entre estos dos hombres fue feroz, cada uno representando para el otro una supuesta antítesis política. Pero como hemos visto hay notables rasgos en común y la exquisita ironía de que se enfrentaron en un golpe de Estado en 1992 y luego en una rebelión civil que terminaría en un golpe consumado por hombres que fueron perecistas. Con esto dicho, podemos acercarnos a los flujos del poder que orquestaron el 11 de abril, que operaron el 13 de abril y que todavía circulan en la Venezuela de 20 años después. 

Los flujos del poder

Hay toda una tradición en la filosofía política y en las ciencias sociales que entiende los cambios de una sociedad a partir de la tensión que ejercen diversos factores sobre su rumbo. Como puede haber influencias geográficas, históricas, culturales, económicas, tecnológicas, sociales sobre la realidad de un pueblo, estos agentes también se pueden combinar entre sí, oponerse, extinguirse y reaparecer, complejizando la dinámica de las transformaciones colectivas. En ese sentido, Gilles Deleuze con su paradigma de desterritorialización y reterritorialización y un discípulo de este, Manuel De Landa, con su propuesta de flujos y ensambles históricos, habilitan a pensar que el golpe de abril fue producto de la cristalización de un caudal de fuerzas que confluyeron para hacerse con el poder y que terminarían disgregándose por su natural heterogeneidad y por acción de una contracorriente compacta. Plantearemos entonces, 5 flujos y 2 contraflujos esenciales en los sucesos de abril de 2002.

El Arauca opositor y sus afluentes

El flujo central que permitió a los factores de poder combinarse en un gran movimiento desde finales de 2001 hasta la tarde del 12 de abril de 2002 fue la convicción de que había que desalojar a Chávez de la presidencia. No se trataba ya de convencerlo, controlarlo o ignorarlo: la sensación era que se habían agotado todas esas instancias. A partir de la ley habilitante de 2001 distintos sectores de la sociedad se embriagaron en la idea de que lo único conveniente era rebelarse contra el gobierno hasta su eventual renuncia. Que aquello no se aguantaba más. Y el sentido de urgencia por acabar con el gobierno tomó el control de la agenda de la oposición venezolana, por encima de las consideraciones democráticas o de una estrategia articulada. Posterior a abril de 2002 hubo confluencias similares en contra del proyecto chavista, pero ninguna alcanzó a acumular tanta fuerza efectiva como la de ese momento. 

Una de las principales fuerzas que nutrió a la oposición era el empresariado y las élites económicas. No solo financiaron las movilizaciones en contra al presidente, sino que de su seno surgió la cara visible de la resistencia al gobierno. La idea que permitió aglutinar a ese sector de la sociedad en contra del chavismo, sector que históricamente solía plegarse al gobierno de turno, fue que Chávez tenía un plan económico ruinoso para sus intereses, demostrado a su parecer en la promulgación de la ley habilitante. Desde que fue electo el gobierno en 1998, diversas facciones económicas habían fallado en influir en las decisiones que se tomaban en Miraflores. El Ministro Giordani, al frente de la política económica del presidente, no cedía ni al cabildeo ni a una negociación de acuerdos con los grupos empresariales. Chávez era una figura recién llegada a la vida política nacional por lo que no tenía ascendencia sobre los más ricos del país. Y estos recelaban de su pasado militar, de su verbo demagógico y de sus modos campechanos, por lo que fue natural que desde el poder económico surgieran los primeros conspiradores.

Otro afluente al exacerbado antichavismo fue el estamento militar. El presidente había utilizado a las Fuerzas Armadas con fines asistencialistas, pero en algún momento eso derivó en el uso político de una institución que debía mantenerse públicamente neutral. Esta incomodidad se iría fraguando sobre los oficiales de más alto rango, que por pertenecer a la clase media venezolana tenían ciertas reservas sobre el proyecto chavista. Pero para que una elevada cantidad de generales y almirantes pudieran coludir en contra de su Comandante en Jefe, debía haber más que un difuso malestar. Lo que amalgamó en levantamiento contra el presidente fue la promoción de la Academia Militar egresada en 1974. De allí provenían los principales conspiradores del Ejército: los generales Ruiz, Fuenmayor, Medina, González, Lugo y el coronel Rodríguez. En esa cohorte también estaban los generales Rosendo y Lameda, que a la postre se opondrían a Chávez, aunque no conspirasen del mismo modo. En 1974 a su vez egresarían de la Armada el Almirante Ramírez y de la Aviación el General Pereira. Sin este grupo de militares vinculados por relaciones de trabajo, de amistad e incluso de orden familiar, no hubiese sido posible un flujo militar tan grande enfrentando al presidente.

Otro vector que moduló de manera capital la rebelión y los planes de golpe al gobierno fue un sector capitaneado por el conglomerado de los medios de comunicación. Detrás de los dueños y directores de la prensa, radio y televisión venezolana, se agregaban intelectuales, políticos profesionales, líderes sindicales, trabajadores petroleros y miembros del clero. De cierto modo eran el poder detrás del poder, el establishment que venía manejando los hilos del país durante las últimas décadas y que Chávez prometía combatir para transformar la democracia venezolana. Los medios se encargaron de aumentar el tono de resistencia al gobierno desde 2001 y probablemente quedaron empozados en su propia estrategia de sacar al presidente a como diera lugar. Luego fueron los primeros en retroceder al horrorizarse con el tinte antidemocrático que adquiría el gobierno de Carmona. Salvo por el Cardenal Velasco, quedarían prácticamente excluidos de la conformación del gobierno de facto en Fuerte Tiuna y no tuvieron demasiado peso en las decisiones de la breve presidencia. Al ser un frente tan amplio, este sector tendría mucho menor cohesión que alianza pluto-militar que ungiría a Carmona. Después de 2002, serían los que seguirían estando al frente de la oposición a Chávez, pero ya sin el báculo militar y con un menguante apoyo de algunos grupos económicos. 

Por último, la base de las movilizaciones contra Chávez fue un nutrido sector de la población venezolana perteneciente a la clase media. Habían sido hasta cierto punto dejados de lado por el discurso del gobierno, que reivindicaba sobre todo a los sectores más pobres. Desmovilizados desde los años 90, una parte había votado a Chávez en apoyo a una renovación política, pero hasta 2002 no había visto algún cambio acorde a las expectativas que albergaban. Influidos por la impresión visual que causaba las imágenes de las megamarchas, se convencieron de que la mayoría del país adversaba al presidente. Sin un ensamblaje político que vertebrara sus intereses, se diluyó su potencia apenas Chávez fue depuesto, manteniendo cierta indiferencia hacia el gobierno de facto. A la postre, las Fuerzas Armadas y los empresarios nunca habían generado demasiado entusiasmo en una clase media que había nacido por las políticas económicas del Estado venezolano.

Contraflujos

La corriente principal que cargó sobre sus hombros el retorno del Presidente Chávez a Miraflores, sería una organización política de base amplia que sustentaba el movimiento chavista. Si bien Chávez concentraría en su persona todas las disposiciones ideológicas y directivas del proyecto, la fluidez de enlace que había entre sus seguidores, desde los que ocupaban cargos públicos, pasando por organizaciones comunitarias hasta llegar a jefaturas de familias, implicaban un tejido difícil de vulnerar al momento de concentrar voluntades. Esto sería esencial para burlar la censura de los medios de comunicación durante el 12 y 13 de abril, y de operar sobre miembros de las Fuerzas Armadas en descontento con los acontecimientos. La convocatoria para salir a defender al presidente, tímida en principio, fue acelerada por vectores estratégicos dispuestos en comunidades que apoyaban devotamente a Chávez.  Sin esa organización popular, aun siendo mayoritario el apoyo al presidente, el contragolpe no hubiese tenido lugar. El poder proveniente de la base popular solo fluye a partir del entramado adecuado.

Sobre el flujo brindado por las redes de contención política, se cimienta una cohesión granítica. El movimiento chavista no huyó en desbandada al sufrir la caída de gobierno, y exceptuando la actuación de Luis Miquilena, no ocurrió un alud que se dejase debilitado al chavismo en caso de una vuelta al poder. En el proyecto chavista los conflictos de intereses se disimulan en la obediencia al líder o en la conservación del gobierno. Y la disgregación de fuerzas, siempre latente, es atemperada por la conformación monolítica de su identidad: el pueblo. Santo y seña para el movimiento popular que Chávez llevó adelante. En el chavismo no hay empresarios, trabajadores o clases medias, hay pueblo. Los militares, miembros de la unión cívico-militar. Los pobres, los que son más profundamente pueblo. Con una afinidad común, ser pueblo, el movimiento chavista no podría ser dividido. Y le permitió identificar más fácilmente a sus enemigos, encarnados en los gestos antipueblo como los de Carmona y sus generales. A riesgo de convertirse en un movimiento sectario, el chavismo resistió a la embestida golpista con una coalición en bloque. El 11 abril Chávez y sus seguidores no eran ni el torrente más poderoso, ni el más agresivo, pero resultaron ser el más organizado y el más aglutinado en la disputa por imponer un modelo en el que aun hoy, dos décadas después, no convergen todas las orillas. 

Vino viejos en odres nuevos

Haciendo un somero repaso por los sucesos posteriores a abril de 2002 podemos notar que el Chávez siguió derrotando a su oposición política, acumulando en sus manos más poder del que quizás tuvo algún gobernante democrático. Una vez que se purga a las Fuerzas Armadas tras el golpe, la oposición pasa a estar dirigida por líderes políticos elegidos por voto popular, grandes ausentes en los juegos de poder del 11. El chavismo resiste los paros petroleros de finales de 2002 y se termina haciendo con el control total de esa industria, vence electoralmente a los partidos políticos que lo enfrentan en el referéndum revocatorio de 2004, generando recambio en la conformación del liderazgo del adversario, y gana todas las bancadas de la Asamblea Nacional en 2005 al no presentarse la oposición a las elecciones como parte de una estrategia de deslegitimación política. Las explicaciones a esas victorias chavistas y derrotas opositoras son casi idénticas a las del 11, 12 y 13 de abril. Por el lado antichavista, se mantiene la polarización con el adversario, la sobreestimación de la popularidad y del poder real que tenían, la ausencia de un plan coherente y bien estructurado para la lucha política. El chavismo aumentó su caudal de votos con políticas asistencialistas como las Misiones, reforzó las bases de sus redes de organización popular, se aseguró el control del estamento militar y siguió estando bajo una dirección clara, la de Chávez, que estabilizaba la unión del proyecto político que finalmente llegaría a su explicitación ideológica, el de ser una revolución socialista, al vencer el chavismo en las elecciones de 2006 por un amplio margen de votos. 

En 2007 Chávez volvería a cometer errores de 2002, la subestimación al rival. Seguro de su futuro triunfo, propone una reforma constitucional a la Carta Magna que él mismo había propuesto en 1999, para profundizar su proyecto político recién estrenado, el Socialismo del Siglo XXI. Como en 2001-2002, una gran parte de la sociedad se convence que no es conveniente tal reforma por ser antidemocrática y, además de la oposición política a Chávez, miembros de su propio movimiento votarían en contra. El General Baduel, aquella pieza fundamental para el contragolpe de 2002, manifiesta públicamente su rechazo a la reforma y termina siendo execrado del gobierno. Este triunfo electoral le permite a la oposición recuperarse después de sendos fracasos en los últimos años, pero durante los siguientes años no lograría armar una alternativa seria al chavismo. Ante una ausencia de proyecto, el crecimiento de la oposición luego de 2007 se daría a base de los errores del contrario: escándalos de corrupción, aumento de la inflación y de la criminalidad percibida, deterioro de los servicios públicos. Se explotaría ese descontento en las elecciones parlamentarias de 2010, donde por primera vez el país parece realmente divido en dos partes, con números de votos muy semejantes. Pero la revolución bolivariana ya había desgajado cualquier posibilidad de que la creciente oposición pudiese combinarse de forma tan efectiva como en 2002.

Hegemonía Chavista

Con un gobierno electo por amplia mayoría en 2006, poder legislativo completamente a favor por tener todas las bancadas desde 2005, lo que implicaba también el control del poder judicial, un ciclo económico favorable por la subida de los precios del petróleo desde 2003 y Fuerzas Armadas totalmente leales, el chavismo concentraba demasiado poder para que se pudiese dar una situación similar a la de 2002. Los factores poderosos que gestaron el golpe de abril, se hallaban debilitados. El empresariado clásico estaba desunido con respecto a la forma de enfrentar al gobierno. El sector financiero se veía beneficiado del crecimiento económico de los últimos años y hasta la crisis bancaria de 2009 no mostraría interés alguno de enfrentarse al gobierno. El sindicalismo fue cooptado por el chavismo y terminó despareciendo en la práctica en tanto organización autónoma. Los medios de comunicación, al ser cerrado uno los canales de televisión más poderoso en 2007, habían optado por no confrontarse a Chávez. El incuestionable liderazgo del presidente dentro de su gobierno y el enorme poder económico y político que detentaba sin contrapeso lo mantendrían, aun cometiendo errores, invulnerable desde el punto de vista electoral y ganaría de nuevo con facilidad las elecciones de 2012. La oposición quizás tendría oportunidad de disputar el poder a partir del 2013, cuando dos eventos cambiarían las piezas sobre el tablero de juego: la muerte del presidente y el inicio de un ciclo económico recesivo.

Segundas oportunidades

Con la hecatombe política producida por la muerte de Chávez y la caída de los precios del petróleo, la oposición venezolana tendría la posibilidad de ponerse, por primera vez en años, en posición de constituirse como un actor de poder relevante y quizás tener la posibilidad de llegar a formar gobierno, esta vez por vías democráticas y no a la manera ilegal de abril de 2002. Aunque no conquista el poder en 2013 en las elecciones, ganando la presidencia Nicolás Maduro, candidato chavista, el declive económico del país haría recuperar viejos flujos entre partidos políticos, sectores económicos, intelectuales, y una cada vez mayor cantidad de electores, ya no solo formada por las clases medias sino por ex adeptos al chavismo. Aunque el gobierno, con una deriva autoritaria cada vez mayor por ver mermado su apoyo popular, se atornilla en el poder y afinca la unión cívico-militar, la oposición logra una crucial victoria en las parlamentarias de 2015. Ahí el chavismo decide alejarse de la senda democrática e inhabilitar de facto el ejercicio del legislativo opositor. Sin embargo, las lecciones de 2002 no dejan de suceder: el liderazgo opositor cae presa del triunfalismo y calcula de manera errónea el poder real que tiene al haber alcanzado el control de la Asamblea Nacional. Y aunque es mayoría electoral, no todo su apoyo está articulado en un proyecto de país alternativo que permita abarcar a chavistas y no chavistas por igual de forma creíble. Su vieja antipatía a los políticos del gobierno, la misma que tuvieron los conjurados del 11 de abril, le impiden formar acuerdos que permitan una redistribución en la correlación de fuerzas. Con un caudal de apoyo popular y el control de un solo poder público no sería suficiente para pasar a mandar; Chávez pensaría algo similar en 2002, amparado en su carisma con el pueblo y su cargo de presidente. Y tal error le costaría el puesto el 11 y 12 de abril.

Tendríamos que decir, empero, que las condiciones entre 2002 y 2015 en adelante, variaban en algunos aspectos. El poder militar nunca volvió a mostrar signos de adversar al chavismo. Los medios de comunicación tampoco lo confrontaron de forma masiva, refugiándose las comunicaciones opositoras en redes sociales en medio de un país agobiado por la pobreza material. El movimiento sindical, tan importante históricamente para la correlación de fuerzas, había sido en esencia disuelto y no pesaba para ninguno de los bandos enfrentados. El chavismo, liderado por Maduro y otros líderes del movimiento tanto históricos como de nuevo cuño, optaría por la represión y por los gestos totalitarios. La oposición política se enfrentaba a un nuevo escenario, muy distinto a 2002, y para cuando conquista a partir de 2015 la mayoría electoral que nunca había logrado consolidar, el ecosistema de poder, ya menos democrático, estaba conformado por otros flujos que eran de igual importancia para el debilitamiento del cada vez más acusado madurismo. Contra esta barrera se estrelló el liderazgo opositor al gobierno en 2017: ríos de gente movilizados contra Maduro, protestas generalizadas, que tuvieron resultados estériles. Ya no alcanzaba la masa humana en rebelión como en 2002. Las reglas habían cambiado. Pero los principios generales para ganar o perder en el juego del poder, como los del 11 de abril, seguirían estando presentes con todo rigor.

¿La tercera es la vencida?

El más reciente movimiento para hacerse con el poder en Venezuela por parte de las fuerzas no chavistas resultaría el encabezado por Juan Guaidó en 2019. El líder parlamentario de la oposición, vaciada de poder por el Tribunal Supremo de Maduro, haría un movimiento jurídico para declararse Presidente de la República y hacerse reconocer por la comunidad internacional de países, que consideraban en su mayoría a Maduro un dictador. Esto implicaría la posibilidad de relanzar el movimiento contrario al gobierno, alterando los flujos que sostenían al presidente, y dando paso ahora si, a diferencia de 2015, a una transición. Las sanciones económicas realizadas por EEUU y Europa contra el gobierno venezolano, debilitando su ya mermada economía hiperinflacionaria y la amenaza de una operación militar expedicionaria al país, equilibraban la balanza de poder entre Maduro y Guaidó, este último primer líder indiscutido de la oposición desde 2014. El gobierno no puede acabar de un mazazo con la rebelión que tenía en contra, al estar apoyada por factores de poder internacionales. Por lo que le quedaba jugar desde el tablero político, volviendo a la estrategia de 2002: liderazgo incólume, concentrado en Maduro y fortalecimiento de su organización política, engrasando el funcionamiento de los mecanismos de la militancia. La base del gobierno de Maduro sería fundamentalmente el control pleno de las Fuerzas Armadas y la no fragmentación de sus líderes políticos, lo que le aseguraba el control simbólico lo poco o mucho que podía quedar el Socialismo del Siglo XXI. Un retiro de apoyo generalizado por parte de militares o de miembros de su gobierno o del movimiento chavista nunca ocurriría.

La oposición, por enésima vez, insistía en los errores de abril. Triunfalismo enceguecedor, al sentirse ganadores por el apoyo de la comunidad internacional y su potencial apoyo económico y militar. Incapacidad para crear vasos comunicantes con el adversario, desde lo militar a lo civil, alimentada por la atávica polarización. Ausencia de un plan coherente, improvisando una serie de decisiones que denotaban un rampante cortoplacismo y una incompatibilidad de objetivos estratégicos. Subestimación del adversario, al que parecía urgirle la rendición por el agobio económico y político al que era sometido. Descuido de las formas simbólicas, al Juan Guaidó autojuramentarse de un modo que recordaría a Carmona. Y, como en 2002, el pecado capital: la imposibilidad para construir poder. A estas alturas podemos pensar que la oposición venezolana no solo es cuando menos perezosa para considerar la importancia del recetario en cimentar poder político real, sino que ni siquiera se ha empleado a fondo para estudiar, como hemos sostenido antes, las bases que han permitido la hegemonía de su adversario político. El proyecto chavista contaba con una sólida capacidad organizativa, popular, con claro sentido de pertenencia, que giraba alrededor de un discurso político, y luego ideológico, común. La potencia para crear emblemas, narrativas, antagonismos, épicas, que amalgamaran sus filas, la sensibilidad hacia lo comunicacional, el privilegio dado a la construcción, con contradicciones, de un universo simbólico, resultaba la materia prima desde el inicio del chavismo. El proyecto político sobrevivió a la muerte de Chávez. Y sus adversarios no han tenido demasiado éxito en replicar sus fortalezas o en atacar sus debilidades. 

La oposición ha sido en la mayoría de los casos solo oposición. No alternativa. No propuesta. Cuando estas se han dado, nacen débiles en persuasión o frágiles en adhesión. Los hitos de 2002, 2007, 2015 0 2019 han sido la confluencia de elementos que estuvieron disgregados y que decidieron hacer frente común al proyecto chavista. Pero esta unión es débil porque carece de directrices que superen la coyuntura y resiente de una idea de país lo suficientemente amplia para superar la polarización política. Sin la construcción de una alternativa democrática genuina, anunciada pero no edificada, los errores cometidos en el 2002 serán los fantasmas al acecho de cualquier cambio de rumbo por venir, luego de la larguísima permanencia en el poder de la revolución chavista.

Ahora mismo, a 20 años del golpe de 2002, a partir una suerte de inhibición de los discursos políticos antagónicos tanto del gobierno de Maduro como de su oposición, puede que haya la oportunidad para rehacer los enlaces políticos y sociales que han sido asignatura pendiente. La posibilidad que tienen los actores políticos que hacen vida en el país de recomponer el tejido social a partir de un consenso mínimo, alejándose de la confrontación, es muy clara. La construcción de poder desde las bases, aun con las penurias económicas que vive la población, tiene las mejores condiciones en varios años. Como en aquel abril, antidemocrático pero no del todo ilegítimo, el pueblo venezolano puede volver a conjurar contra un gobierno que no gobierna para todos. Pero la conjura solo será válida si crece como la fronde de un helecho, a lo largo y a lo ancho, y que mediante esporas esparza su vigor hasta armar una tupida maleza en resistencia. Y enlazados deben estar tanto los que hoy todavía apoyan al gobierno como los que más furiosamente lo detestan. El complot solo puede ser total: el Orinoco y todos sus deltas empujando hacia un solo sentido, a la desembocadura que no tiene vuelta atrás. Esa es la última lección de abril. A Carmona y sus generales, aislados, se los llevó puesto el caudal del  poder. No les pertenecía. A los tiranos de hoy en día tampoco. Pero solo ocurrirá si todos reman hacia el mismo lado, tirando con suficiente fuerza. 

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