Soltera en la ciudad de la furia: Unos días fit y otros fat

Levantarse en las mañanas, estirar la cuerpa, hacer la sesión de meditación diaria, tomar los electrolitos caseros, salir con la cara aún hinchada de dormir a entrenar, preparar el desayuno, las meriendas, recordar las frutas, no meter dulcitos, cocinar con manteca de cerdo, hacer la lista de mercado con cosas saludables y nada de las benditas galletas que te encantan o de los flips de dulce de leche que tienen exceso de calorías.

A eso súmale disminuir los tobos de cerveza de los viernes a cinco birritas máximo por semana, pesar proteínas, mezclar vegetales… mientras el algoritmo de Instagram aparece cada dos por tres con un nuevo nutricionista y una fórmula mágica para bajar de peso: la dieta keto que promete desaparecer la grasa abdominal en cinco días o recetas de dudosa procedencia que aseguran acabar con la obesidad en un mes. Pero lo que no nos dice el algoritmo es que la exposición constante a estos estándares digitales aumenta la insatisfacción corporal y la ansiedad en más del 60 % de mujeres y jóvenes.

Todo esto mientras el cuerpo duele e intentas agacharte para enchufar el cable de la laptop al tomacorriente del piso y todo te cruje. De pronto sueltas un “ains”. Te preguntan: “¿Qué te pasa, todo bien?”, y respondes: “Sí, son las sentadillas, ayer hice una serie extenuante y me cuesta mover las piernas”. El dolor parece nunca irse; mientras más entrenas, otras partes de tu cuerpo —que apenas sabías que existían— parecen despertar de un letargo y punzan fuertemente cuando te mueves. Me siento un poco momia. Pensé que comenzar a entrenar y tener mejores hábitos mejoraría mi vida; pero ahora estoy adolorida, lenta y medio gallinita, durmiéndome antes de las diez de la noche.

No me malinterpreten: me gusta integrar nuevos hábitos y rutinas a mi vida; me ayudan a sostenerme y a sentirme bien. Pero esa complicada relación de las mujeres con su cuerpo —y, personalicémoslo, la mía conmigo misma— nunca ha sido fácil. Desde pequeñas debemos responder a la imagen ideal de la mujer perfecta. Más aún en este país donde la cultura Miss Venezuela está presente desde que se descubre el sexo biológico y pegas los primeros berrinches en el hospital te dicen: “será bella y seguramente una miss. Firma aquí”.

Ahora que lo pienso, en todos los espacios de mujeres en los que he estado, el tema de cómo nos vemos, si estamos gordas o flacas, si llevamos el cabello liso o rizado, siempre aparece. Con mis hermanas, nuestra adolescencia estuvo plagada de conversaciones sobre la apariencia física, de críticas entre nosotras sobre nuestros cuerpos. Siempre pensé que mis senos eran raros por la separación que había entre ellos. Mi metro y medio de estatura también era motivo de inseguridad.

En el colegio de monjas, justo en la cancha del recreo, sentadas en un círculo perfecto como “niñas buenas”, nuestras conversaciones cotidianas casi siempre giraban en torno a quién era más bella y destacaba más dentro del grupo. Recuerdo a una de mis amigas llevar por meses una tira atada a su cintura porque su mamá le decía que así sacaría más cuerpo, mientras otra se atragantaba y luego vomitaba para no engordar. Y ni hablar de la que, desde los 11 años, se hacía el famoso desriz japonés o cuanta keratina encontraba porque odiaba sus rulos. Es impresionante cómo los ideales de belleza impuestos cultural y socialmente afectan la percepción del cuerpo desde edades tempranas y nos someten a violencias simbólicas que se invisibilizan tras el supuesto logro de una “buena” apariencia.

En la vida de las mujeres, el tema corporal y el físico es un peso que siempre se impone. Los ideales de belleza siguen construidos a imagen y semejanza de los dioses hombres. El otro día leía que se celebra más que una persona esté flaca que un logro de vida personal. Y en el mundo en que vivimos, de redes y algoritmos, el estilo de vida lifetime y la generación del “buen vivir” parecen más un culto que una forma saludable de estar mejor. Algunos estudios afirman que el enfoque en métricas —peso, calorías, pasos— puede alejar a las mujeres del placer físico y del bienestar real, convirtiendo la salud en obligación o en hábitos que ponen en tela de juicio si verdaderamente son saludables. Además, el perfeccionismo relacionado con el mantenimiento de estos estilos de vida puede generar ansiedad y culpa en mujeres y jóvenes, además de que no son sostenibles para un bolsillo con muchas cargas económicas.

Ciertamente entreno e incorporo nuevos hábitos para llevar una vida saludable, por respeto a mí y a mi cuerpo, pero lidio con mis inseguridades y, sí, también quiero verme “mami mami” y sentirme feliz con la imagen que refleja el espejo. Pero eso no limita que pueda caerme a birras mientras canto karaoke en el Excelente, por Los Palos Grandes, o comerme la rica torta de piña que venden en los kioscos de Altamira y, al día siguiente, levantarme e ir a nadar. Así somos: unos días fit y otros fat, y se disfruta mientras sigo aprendiendo a amarme a mí misma.

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