José Ignacio y el neodisimulo

Vengo a saldar una vieja cuenta con un querido escritor. A José Ignacio (1) le debo las páginas de crónicas más brillantes de la democracia venezolana, ese periodo que va desde 1958 y, lamentablemente, los primeros años del siglo XXI. No menos conspicuo fue su genio dramatúrgico, siempre a la orden de asuntos que resultaron a la larga muy caros para quien escribe (2). Pero en donde José Ignacio no siempre resiste la prueba del tiempo es en esa faceta tan difícil para reconocerse en ella: la de intelectual.

Nato polemista, José Ignacio pinchó, jodió, pellizcó “las nalgas de la sociedad” (3) hipócrita y de doble rasero de la Venezuela pretendidamente moderna. Pero sus elaboraciones en ese ámbito me resultan desordenadas, fragmentarias, y en ocasiones francamente inconsecuentes. Tira de su enorme ingenio para sacar la frase justa, el incordio adecuado, la copla exacta, pero que se va haciendo menos sólida a medida que el momentum se diluye. Los asertos de José Ignacio son brillantes leídos una primera vez, e igual de significativos en un posterior repaso, pero al sopesarlos en frío, deslastrado del efectismo propio de un avezado hombre de teatro, me encuentro con cierta ligereza, como si fuese el sastre de un artificio más bien pret-a-porter que no alcanza una confección Haute Couture de impecable acabado (4). Habría que decir que quizás José Ignacio no pretendía tal cosa, le bastaba ser un “jodedor” al momento de alguien le buscara la lengua, demasiado enamorado de la chispa que aparece en la palabra rápida o en la prosa envolvente. 

Dicho esto, hay una famosa expresión de José Ignacio que me vuelve cada vez que pienso la realidad venezolana de los últimos meses, acaso años.  Se trata de “país del disimulo”. En rigor es una frase que fue construida por la sociedad del momento, puesto que José Ignacio la comentó sin darle una importancia excesiva en esa larga entrevista que luego terminó acompañando al escritor (5). Calzaba para interpretar un decadente sistema de representación democrática, ese que se empezaba a descomponer oficialmente a partir del Viernes Negro del presidente Herrera (6) y que como consecuencia permeaba en la vida de los venezolanos de a pie, tan valiosos para el José Ignacio intelectual.

El país del disimulo es el amargo sálvese-quien-pueda propio de las carestías que se arrastran desde la colonia. La crisis del 83 revivía al Ser Taimado nacional (tal vez aletargado por la bonanza petrolera de las décadas anteriores), hacia evidente ese país en que reina la astucia, la viveza criolla, el pasar agachado, el de “hacerse el huevón”, de pretender, en fin, de disimular buscando beneficio propio. 

Ya otros han tratado de explicar este rasgo tan longevo en el país (7). Por descontado, no es un fenómeno solamente venezolano, ni siquiera caribeño o latinoamericano. El quid está en el modo que adquiere en determinada ocasión, en desmedro de una esencia absoluta e invariable. Si la cultura hispanoamericana se pudiera explicar entera por algún atributo ineludible, este tendrá valor en tanto contingencia, en su puesta en forma y menos en ser una entelequia. 

El país del disimulo de José Ignacio llegó a su paroxismo precisamente cuando él estaba por morir, en la década de los 90. Golpes de estado, crisis bancaria, destitución presidencial, fin del bipartidismo, aumento de la pobreza. Todo caldo de cultivo para la aparición sobre el nuevo siglo de un proyecto nacional y popular con amplia elasticidad ideológica encabezado por Hugo (8), en una nación que pedía dejar atrás el arbitrio de la viveza para dar paso al hombre fuerte que pondría orden.

El estilo aguerrido y belicoso de Hugo le permitió recurrir a la polarización para hacer política.  Una sociedad enfrentada entre sí, azuzada por las más alta instancias, pronto podría dejar de entenderse como la del disimulo y más como la de confrontación. El hugismo y el antihugismo político impedían disimular nada. O eras de aquí o de allá. Y el ingreso petrolero cuantioso que re-empezaba a inundar al país apuntaba en esa misma dirección: no habría que engañar demasiado para poder acceder a la renta. 

Por supuesto, algún avivado mantenía sus estratagemas para poder acercarse aún más al flujo de los ingresos estatales. Y la corrupción y la discrecionalidad en la asignación de recursos no dejó de estar presente o aumentó, solo que su forma más constreñida y pudorosa pudo pasar a relevo en la estridencia política. El disimulo del disimulo. Cada facción sostenía que el país no estaba mejor de lo que podría estar o le terminaría yendo muy mal por causa de su adversario. El “país campamento” joseignaciano, de que cada quien hace lo que puede para ganarse la vida porque todo es evanescente y sin duración fija, se transmuta en el país de la identidad política dura, en las que los “ni-ni” (9), viejos guardianes de la indefinición, no pudieron hacer demasiada sombra. 

Al morir Hugo y apenas unos meses después, por condiciones diversas, el crecimiento económico venezolano (10), el país de la confrontación más bien redobla la apuesta. Entrampado más que nunca en la polarización política, la debacle económica y social golpea como un ariete al país. El autoritarismo aumenta, se aleja de ciertas formas moderadas. Se responde a la incertidumbre económica con el garrote político. El país campamento se hace país-trinchera, guerra de desgaste, el que se cansa pierde (11). Las ficciones creadas en el medio para sostener ese ritmo vertiginoso son un desfile carnavalesco: guerra económica, injerencia extranjera, guarimba, saboteos, dólar paralelo, golpe de estado institucional, bloqueo, migración, interinato, pandemia. 

El país del disimulo que alguna vez pensó José Ignacio, tal cual lo planteaba, no había tenido demasiada cabida en una veintena de años demasiado acelerada por lo político y social. Aun en el mayor decrecimiento económico de la historia, Venezuela parecía condenada a la convulsión. La posibilidad de pasar agachado y “hacer la mía”, la del individualismo egoísta, del vivo criollo, era apenas visible detrás del punto culminante de la confrontación política que fue la Venezuela de los dos “gobiernos” de 2019 (12). 

Pero esos rasgos atávicos siempre encuentran la manera de retornar. Agazapados y esperando la mejor ocasión, su puesta en forma en ocasiones acaece en situaciones más hostiles para su expresión, donde tiene un alcance marginal o más bien se da de manera brutal cuando las condiciones las alientan. El país del disimulo es aquel que retorna luego de que los dos gobiernos tengan sendos fracasos: el hugismo en poder mantener su hegemonía económica y su base ideológica, el antihugismo en lograr poder efectivizar esa artimaña legal que fue el gobierno interino. El chirrido que golpeaba la vida nacional se va apagando para dar lugar a la abulia de la que se alimenta el territorio del disimulo.

La Venezuela bodegónica es el símbolo más reciente de la nueva Pax. La dolarización de facto y la relativa libre importación aparecen como última política de los que detentan el poder. Luego, cada quien librado a su suerte. No solo el estatismo sino la función del estado declina, se achica, se arrincona. El laissez-faire como modelo de desarrollo, en tanto que elección forzada. La moneda extranjera es realidad incuestionable y es necesario el acomodo a sus insondables vericuetos. 

Se empieza a disimular un país fracturado y empobrecido. Los bodegones, almacenes con productos importados y muchas veces de lujo, disfrazan la Venezuela real, precaria, depauperizada, desigual, violenta, sin proyecto nacional, sin ideas, sin población productiva. También se disfraza el discurso de los dos gobiernos y donde por un lado había bloque económico y burguesía especuladora y por otro dictadura criminal y comunismo salvaje, ahora existe una nueva realidad, la de un país que, con matices, puede ser otra cosa. 

El disimulo de José Ignacio se me antoja, entonces, insuficiente. Aquel era un individualismo descarnado, un llegar primero y los demás que se “jodan”, un jugar-vivo, un aparento una cosa para después hacer otra. Ahora a ese disimulo de sacar ventaja se le suma otro matiz. Es el de disimular un país entero, edulcorarlo. Un país-paria, aislado internacionalmente, con crisis de representación política, sin estatutos democráticos, sin perspectiva de crecimiento. En el disimulo de José Ignacio, se reconocía a un país en crisis e incluso sin salida y se hacía lo que podía para estar bien, a expensas de otros si fuese el caso. Ahora, en este neo-disimulo aparentamos que estamos bien, que nos estamos arreglando, que alguno les va mal, pero a otros les está yendo mejor. El disimulo de José Ignacio es un mimetismo con la realidad inamovible, el del ingenio del tipo que le ganaba a los de arriba, que se las inventaba. De cierto modo un disimulo similar al arte mismo de José Ignacio. El neo-disimulo no quiere sumergirse en la realidad sino transformarla. No me invento el camino sino me invento el destino. El disimulo operando sobre distintos objetos.

Dos disimulos, el viejo y el nuevo, en simultáneo. Están amalgamados alrededor de cierto conformismo, sobreadaptación, fatuidad, pero irreconocibles en tanto que la virtud explícita de uno frustra al otro pues lo socava. El disimulo pesimista de José Ignacio se reinventa en una candidez conveniente a las redes sociales, el emprendedurismo, las bitcoin y cierto consumo ostensible. El pícaro no ha dejado de existir. Ha sido reencausado en un panorama mayor, aquel en donde también disimulando la realidad se gana. El cinismo desconfiado es menos rentable que otrora.

Es claro que el neo-disimulo no tiene la partida ganada. Apenas da sus primeros pasos, convocado por la urgente necesidad de sentir que ya no estamos tan mal. La inmensa mayoría de venezolanos vive en carne propia de condiciones que son imposibles de soslayar (13). Pero si ante se derramaba dinero desde el Estado, con irregular alcance a la población más desfavorecida, ahora el neo-disimulo se fomenta a partir de burbujas comerciales de algunas ciudades y números económicos magros: simplemente se dejó de caer (14). El efecto puede ser contagioso en tanto que me permite descifrar el acceso a cierto bienestar antes reservado solamente a mi adversario político. 

El neo-disimulo, entonces, como formación novedosa en donde se sobrescribe a su vez el disimulo de viejo cuño. Este último es motor del primero, puesto que el entusiasmo necesita sostenerse de las trampas que apunten a su concreción. En última instancia, si el disimulo que describe José Ignacio desagregaba a los ciudadanos este nuevo los aglutina en una realidad nueva, ficcionada, que la hace más vivible y menos hostil. Pues, ¿Qué nación al fin y al cabo no es una nación algo fingida (15), es decir, que pretende ser algo que no es?

El fingimiento, el aparentar ser algo que no se es, el de una realidad construida según mis deseos no excluye, por demás, una eventual mejora de las condiciones de vida. Estos rasgos que se desprenden de ciertas formas de conducirnos por nuestros conflictos, ya vemos, son refractarios a la erradicación y parecieran amontonarse sobre viejas mañas. Es posible que encontremos otras formas de disimulo en circunstancias aún no exploradas, o hallemos en él una insuficiencia para nombrar fenómenos que más que nuevos, retornan.

Mi deuda con el José Ignacio intelectual, no solo es estirar su concepción de disimulo a confines más actuales. Tampoco de hacer olvidar ciertas ligerezas teóricas en las que pudo pecar. Mucho menos rescatarlo: no pocos se reconocen aun cabrujianos. Quizás me basta con imitar su gesto de inconformidad con la época en que uno vive. Y apostar por entenderla, por complejizarla, por denunciarla, por pellizcarla mejor, aun cuando para tal fin solo me quede la costumbre de disimularme en José Ignacio.

Notas

  1. Se trata del caraqueño José Ignacio Cabrujas.
  2. En particular, El día que me quieras y Acto cultural quizás por orbitar alrededor de aspectos de Latinoamérica.
  3. Expresión provocadora del propio Cabrujas.
  4. En algún relato sobre su crianza, Cabrujas hace mención a la profesión de su padre, sastre, y la tendencia de este a dejar algunas obras “a medio hacer”, entre las cuales estaba la construcción de la casa donde vivían en el barrio de Catia. 
  5. Se trata de una larga entrevista realizada a Cabrujas en 1987 por la revista Estado y Reforma.
  6. Devaluación oficial de la moneda nacional del año 1983, durante el gobierno del Presidente Luis Herrara Campins. 
  7. La herencia de la tribu de Ana Teresa Torres y La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo de Axel Capriles son dos obras relativamente recientes que elaboran sobre el tema con un carácter divulgativo.
  8. Hugo Chávez, presidente de Venezuela de 1998 a 2013. 
  9. “Ni con Chávez ni con la oposición”. 
  10.  La muerte del presidente venezolano coincidirá con una caída de los precios del petróleo y la reducción de su extracción por parte de las empresas petroleras del país. 
  11.  Eslogan del político opositor Leopoldo López, como arenga a los participantes de las movilizaciones callejeras que se desarrollaron durante 2014.
  12.  Crisis institucional iniciada en 2019 entre el Ejecutivo y el Legislativo nacional al desconocerse mutuamente.
  13.  Al respecto, ver los resultados de la encuesta ENCOVI 2021 llevada a cabo por las tres principales universidades del país. 
  14.  Desaceleración de una hiperinflación de casi media década y reducción del crecimiento negativo del PBI anual. 
  15.  Arturo Uslar Pietri, escritor e intelectual venezolano, titula de ese modo la realidad nacional tan tempranamente como 1945. Pero mientras Uslar se refería en esencia a un fingimiento por parte de la clase dirigente del momento, en 2021 son otros sectores del país que avanzan en la impostura.  
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