Los derechos humanos han sido proclamados como universales, inalienables y propios de todo individuo por el mero hecho de ser humano. Sin embargo, la realidad nos confronta constantemente con situaciones en las que estos derechos son vulnerados. Nos saturan las imágenes de infancias despojadas, la violencia de las fuerzas de seguridad, las deportaciones, la discriminación estructural y la exclusión de comunidades enteras de las garantías más básicas.
Frente a esto, la pregunta que persiste es: ¿cómo se garantiza el reconocimiento y el ejercicio de esos derechos que consideramos inherentes a la condición humana?
Esta cuestión ha sido objeto de múltiples debates. Una de las reflexiones más influyentes es la de Hannah Arendt, quien, marcada por su propia experiencia como exiliada y apátrida, analizó los límites de los derechos humanos cuando no hay una comunidad política dispuesta a garantizarlos.
En su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), en el contexto inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, con los horrores del nazismo expuestos ante el mundo y millones de personas desplazadas, sin patria ni ciudadanía, Arendt reflexionó sobre los derechos humanos y el rol de la comunidad política en su reconocimiento y protección.
Una paradoja en el corazón de los derechos humanos
Arendt analiza la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa y expone su contradicción fundamental: al proclamar derechos “inalienables” para todos los seres humanos, se asumía que estos no dependían de un gobierno o una comunidad política. Sin embargo, en la práctica, los derechos solo eran efectivos para quienes pertenecían a un Estado soberano.
Como ella misma expresa:
«La calamidad de los ‘fuera de la ley’ no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, sino en que ya no pertenecen a comunidad alguna«.
En este contexto, Arendt formula la idea del “derecho a tener derechos”, que no se refiere a un derecho individual abstracto, sino a la garantía de pertenecer a un marco político y social que haga efectivos todos los demás derechos.
Sin esta pertenencia, los derechos quedan reducidos a declaraciones sin sustento real. No basta con que los derechos humanos existan en el papel; necesitan de una comunidad que los reconozca y los haga valer.
Al mismo tiempo, nos advierte sobre otro problema: los derechos humanos pueden convertirse en un discurso vacío o incluso en una herramienta de dominación si se despojan de su dimensión política y colectiva.
Más allá del Estado: el desafío de construir comunidad
Para Hannah Arendt, los derechos humanos no son una condición automática ni individual, sino una construcción política. Es en la comunidad donde los derechos encuentran su legitimidad y su posibilidad de ejercicio.
Hoy, pensar el derecho a tener derechos nos lleva a cuestionar los límites de los Estados-nación y a reflexionar sobre la fragilidad de los derechos cuando dependen exclusivamente de la pertenencia a una estructura estatal. Nos obliga a preguntarnos cuál es nuestro rol, no solo como sujetos portadores de derechos, sino también como parte de la comunidad que reconoce el derecho de otros a tener derechos.
Porque si el derecho a tener derechos solo existe cuando hay una comunidad dispuesta a sostenerlo, entonces la pregunta ya no es solo qué derechos tenemos, sino qué estamos dispuestos a hacer para garantizar los derechos de los demás.