El huésped inhóspito

Ilustración: Luis Guillermo Sánchez

Un soplo de oxígeno entra apresurado por las aberturas de sus fosas nasales, sus pulmones se hinchan y hacen engrandecer su pecho, el pedazo de tela de la camisa de cuadros se levanta y su barriga parece inflarse como un globo de piñatas que luego se espichará. La observo, imagino el recorrido del aire abriéndose camino en la oscurana de su cavidad torácica. Su nariz expele un vapor apenas visible que calienta el espacio a su alrededor. La vital respiración le toma unos instantes. Es un acto inconsciente de su organismo que la mantiene con vida. No se da cuenta, está entretenida girando un pequeño cubo de colores. Me pregunto por qué no deja de respirar, por qué tuvo que respirar algún día. Es increíble cómo un acto tan indefectiblemente humano puede despertar los más bajos deseos. De pronto, estoy allí, quieta, viéndola sesudamente, esperando que por un instante cesen los malditos zumbidos que dan continuidad a su existencia. ¿Puede acaso detenerse, dejar de invadirme? La cólera se apelmaza en mi estómago, ¡no puedo gritarla!, me seca la boca y ha dejado un sabor a culpa que se agria en mi paladar. Solo una cosa me hace reaccionar hasta tambalearme de la silla: el minúsculo sonido de su exhalación que acompaña el llamado «Mamá, ¿qué miras?».

En esos días me despertaba agitada, podía escuchar los latidos de mi corazón y el recorrido del sudor frío sobre mi piel. Como una autómata, extendía mi mano para levantar apresurada el grueso edredón y la sábana que cubrían mis piernas. Rápidamente, posaba los ojos sobre la entrada sinuosa de mis carnosidades de mujer, deseosa de que aquello que había visto en sueños fuera real: la sangre caliente bajando a borbotones de mis entrañas, extendiéndose en un pozo vinotinto sobre el colchón hasta cubrirme toda, como anuncio de la llegada de mi menstruación. Pero solo era una nueva ensoñación, un episodio psicótico creado por mi necesidad abrumadora de que aquel embarazo no fuera cierto. La decepción me invadió durante todas las madrugadas de ese primer mes y los meses que le siguieron. En cambio, los desvelos acompañaron fervientemente la dureza de mis despertares. Por más que trataba de negarlo, mi cuerpo se sabía poseso de una existencia ajena a la mía. Yo estaba cambiando, mis senos se erigían como dos enormes lechones tendidos fuera del sostén, episodios de espasmos dolorosos tomaban por completo mi vientre, lo retorcían en contracciones esporádicas y, luego, los mareos matutinos que me impedían levantarme de la cama.

─¡No aguanto más! ─ Le grité a Ricardo.

─Cálmate, seguramente es un retraso, como otras veces.

─Un retraso que me provoca nauseas. ¡Sí, claro!

─Mañanas vas a hacerte la prueba y ya sales de dudas.

─¿Qué voy a hacer si es positivo?

─No será así, ya verás.

Esa mañana fui sola al laboratorio, Ricardo no pudo acompañarme y, en cierta forma, lo preferí; desde el primer momento sabía que estaba sola y así seguiría. No tardaron mucho en darme los resultados de mi análisis, cuando me llamaron por el altavoz: «Señora Angular», una sensación de sobrecogimiento me estremeció el cuerpo, no pude levantarme de la silla al primer llamado. «Señora Angular», repitió la mujer. Ya en el mostrador me entregó el sobre. Esperé a estar afuera de ese lugar, bajé por las escaleras estrechas hasta llegar a la calle principal y allí me detuve; impulsivamente, saqué el papel de la cartera y lo abrí. Esperaba que mis estimaciones no fueran ciertas. «POSITIVO», en grande y con letras rojas. La avenida se vino abajo, el tumulto, la gente, los olores, los ruidos, todo se detuvo; un río de sales cristalinas comenzó a desbordarse por mis ojos, angustia y miedo me hacían crujir por dentro. Estuve detenida en ese lugar por un tiempo que ahora parece incalculable.

─No lo quiero Ricardo, no quiero esto.

─No podemos hacer nada, ¿te lo vas a comer? Ya está allí.

─No lo quiero, escúchame, por favor, hagamos algo.

─¡Basta! Eli, estás así por las hormonas. Un hijo en una bendición.

─¿Bendición para quién?, ¿no ves cómo vivimos? Mira a tu alrededor, ¡por dios! Tengo planes de vida. No quiero esto.

─No hablaré así contigo, estás muy alterada.

─Ricardo, ¡no te vayas! ─Le grité fuertemente, pero su espalda ya iba lejos.

Lo más difícil no fue asimilar la noticia, sino lo que vino después. Mi cuerpo dejó de pertenecerme, se convirtió en un albergue para un morador inhóspito. Nadie había invitado a ese visitante, ninguna persona le dijo que era bienvenido, pero él estaba allí, todos los días, a toda hora. Cada minuto hacía sentir su presencia: marcaba el territorio que había conquistado para sí, se ufanaba de tenerme a su completa merced y yo me convertía en un caparazón; carne y huesos que dejaba la bilis pegada al fondo del inodoro cada treinta minutos.

Así transcurrieron los primeros tres meses, acompañados de citas cursis al ginecólogo, quien me preguntaba emocionado: «¿Quieres escuchar sus latidos?», «¿Hoy sí te animas a saber el sexo del bebé?», «¿Has visto cuánto pesa ya?». Ricardo me acompañó algunas veces, en esos momentos me sentía avergonzada. Él fingía interés mientras el tipo con la bata blanca le iba explicando lo que sucedía en el monitor de la pantalla. «Está brincando», «patalea», «no se deja ver aún»… Nada me interesaba, quería que todo aquello terminara pronto. Escapar de ese lugar, que mi vida volviera a pertenecerme; mi tiempo, mis horas de sueño, mis ganas de vomitar, mi apetencia o inapetencia por la comida. Cada vez sentía ceñirse sobre mí un espejismo de realidad que me paralizaba.

Tenía la certeza de que esto solo era el principio y que lo peor se avecinaba. Cada vez que me veía al espejo mi barriga estaba más inflada, la medía todos los días con una cinta métrica que guardaba recelosa en la funda de la almohada, contaba cada centímetro que aquel huésped expugnaba en mí, cada pedazo robado y habitado a la fuerza. La ropa me estaba dejando de quedar, los pantalones no me cerraban, me los colocaba dándole vueltas a una liga entre el botón y el ojal. Ningún sostén me servía, mis senos crecían sin parar, no dejaban de doler, expelían una leche blanquecina con extraño olor a talco y a farmacia de hospital que humedecía constantemente mis camisas dejándoles círculos de manchas transparentadas a las aureolas de mis tetas. No podía controlarlo. El doctor decía que era normal: «Serás muy buena amamantandora». Para mí, era la prueba de que me estaba convirtiendo en una gran Holstein.

Un día me vi en el espejo y no pude reconocer mi rostro. Allí estaba la cara de una mujer que jamás había visto. No sabía quién era ni por qué aparecía ella en la imagen que me devolvía el reflejo de mí misma. La observé silenciosa, sus facciones alargadas, sus pómulos pronunciados, su cara llena de granos y sus ojos; lo único que se apreciaba era el contorno morado que marcaba los pliegues abultados de unas ojeras. Era evidente que aquella mujer estaba cansada, se le notaba la fatiga, el cansancio, además, un profundo desconcierto por la expectación de mis ojos hurgando en su fisonomía. Ambas imágenes, la de ella y la mía, contrapuestas una a una, a la realidad del espejo, se acechaban con los ojos en un afán de saber quiénes eran. El martirio que me causó el desconocimiento de esa mujer me hizo reaccionar inesperadamente. Alcé el puño de mi mano derecha y con una ira desmedida, lo estampé en medio del reflejo de esa falsa imagen.

Ahora lo confieso, ese golpe debía ir directo a la barriga. La mano me comenzó a sangrar, me había tajoneado la carne con las astillas quebradas del espejo. Lloré, pero no de dolor. Me fui en súplicas y le grité al huésped: «Maldita cosa, vete de aquí. No te quiero. Por favor, te lo suplico, ya lárgate». Nada pasó, no hubo respuesta, ni siquiera se movió de su letargo. No pude más, me fui dejando caer al suelo, estoica, y mi mano siguió chorreando la sangre roja del desconsuelo. Cerré los ojos, suspiré, deseé despertar, lo pedí con todas las fuerzas de las que era capaz en ese momento. Ricardo llegó después. Se asustó al ver el piso encendido en un rojo carmesí intenso y la figura de aquella mujer tendida de palmo a palmo, con la cara aún brillante por el salitre de las lágrimas. Lo siguiente que recuerdo es estar en una cama de hospital. «Una crisis nerviosa. Es normal por su condición, las embarazadas suelen entrar en estados de ansiedad constante ante la emoción de su maternidad».

Los siguientes meses transcurrieron lentos, el huésped ya tenía total dominio de mis entrañas, hacía y deshacía según su capricho con el rastrojo de lo que alguna vez fui yo. Me volví estreñida, mis pulmones no respiraban bien al estar acostada, debía dormir de lado o casi sentada con una almohada en la espalda para evitar el dolor. Estaba hinchada, los dedos, las piernas, la cara, los brazos, toda. El médico recomendó comer bajo en sal «para evitar posibles complicaciones durante el parto», dijo, a la vez que recetó más pastillas para cada colapso de mi cuerpo. No había ni un solo espacio de mi piel que no hubiese adquirido una coloración café. «Las manchas son normales, es parte del proceso», me decían. Mi ombligo había perdido su forma habitual, ahora parecía un grano gigante a punto de explotar al cual seguía un camino lleno de pelos largos y negros que habían crecido hasta conectar con el pubis. Me sentía demasiado pesada, no podía caminar, procuraba no salir más que del cuarto al baño, al cual llegaba arrastrando los pies.

Estaba poseída, el huésped me había consumido por completo, me devoraba día tras día. Abría su boca, la expandía y se chupaba todo cuanto yo era, se extendía dentro de mí, podía sentirlo. Cuando estaba malhumorado me golpeaba fuertemente haciendo que sus formas se marcaran como plantillas en mi barriga. Así se anunciaba por las noches, cuando por fin cerraba los ojos hacía que unos calambres me atacaran el cuerpo. Algunas veces pensaba que no sobreviviría. No me quedaba nada, quizá solo la compañía de mis pensamientos, aunque creo que también podía invadir ese espacio y hacerlo suyo, escucharme socarronamente para luego burlarse y establecer nuevas formas de tortura.

Ese cuerpo no era mío, hacía mucho me había dejado de pertenecer. No hay dolor más grande que perder un cuerpo, decirle adiós y ser testigo silente de su fragmentación, ver cómo se resquebraja, sentirlo adormecerse en la pesadumbre de su desdicha, sin poder hacer nada, sin decir auxilio. Durante 9 meses, 40 semanas, 280 días, 6720 horas, mi cuerpo desapareció. Dejé de habitarlo. La bola de celulitis, estrías y varices que se intentaba mover, había tomado mi lugar. Yo era solo la voz que elucubraba pensamientos, albergando la esperanza de ser escuchada por él. Fue lo único a lo que pude asirme, hacerle saber que no era bienvenido.

Piel amorfa, llena de llagas, adolorida, quejumbrosa, eso era la mujer que sobrellevaba ese cuerpo, cuando un intenso dolor la hizo doblar las piernas y partirse en medio del suelo entonando un grito ajado de dolor. Esa fue la señal, el huésped por fin se animaba a dejar el albergue. Ricardo llamó al doctor:

─Eliza está pariendo, doctor.

─Vayan ya mismo para la clínica, Ricardo. Los espero allá.

─Doctor, Eliza está mal, dice que le duele mucho.

─Es normal, Ricardo. Así son los partos.

Pensaba que el nacimiento sería lo mejor. Me equivoque, él no se iría de mí tan fácilmente. Las contracciones eran intensas, venían una y otra vez, cada 10, 8, 7, 6, 5 minutos, hasta que luego se acompasaron en breves acordes de tiempo, en el que un dolor endiablado me destronaba las caderas, desbaratándome por dentro. Me pasaron a emergencias y, luego, directo a sala de parto. No recuerdo las caras, solamente las voces que me hablaban sin dejar de dar indicaciones. No quise cesárea. Yo, a pesar de mi encarnizada agonía, quería sentir cómo el huésped era expulsado de mi cuerpo. Dejarlo salir por la misma raja que había entrado. Me acostaron en la camilla, apenas tapada con una bata de papel. Allí, montada sobre ese montón de metal reclinable, los doctores y enfermeras me decían que pujara. Yo lo hacía, incansablemente, pero el huésped estaba clavado a mis entrañas. Seguía pujando con todas mis fuerzas a tal punto de escuchar rompérseme los huesos, pero mientras pujaba, él se aferraba más y más a mis tripas, a mis vísceras, a cada órgano vivo en el muladar de mis adentros. A pesar del frío de la sala, yo estaba empapada en las sales del sudor, en un arrebato de agonía me arranqué la bata de papel, como cuando tiraba del edredón y la sábana esperando que nada fuera cierto.

A lo lejos me llamaban, no podía responder, mi visión se tornaba borrosa. Un aluvión de intenso dolor me cosió de pronto, todo en mí se desprendía y la figura de un hombre montado sobre la camilla, con las piernas abiertas sobre mi barriga, empujaba con sus dos manos ferozmente la piel henchida para que el huésped saliera. Fui perdiendo la consciencia por el dolor intenso, no pude más. De pronto, todo pareció quedarse atrás, el espacio se ahumó de calma, un tintineo suave golpeteaba mis oídos, casi como arrullándome, quise quedarme allí, en ese lugar. Pero el otrora hermoso sonido se tornó en un llanto perturbador, que irrumpió y me haló consigo a la sala de parto. Abrí los ojos y, entonces, lo vi, allí estaba, el huésped. El médico lo alzaba ungido en gloria, era un amasijo de sangre y pelos, lloraba fuertemente en medio de un marasmo intenso de hierofanías. «Será otra Eliza», dijo el médico. «Y respira, respira muy bien».

***

Este cuento fue publicado origiralmente en: El premio de cuento Santiago Anzola Omaña.

Su autora recibio la 4ta mención horífica de dicho premio y autorizó integramente ésta publicación.

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