Desde hace ya varias décadas, hay ciclos de emergencia de nuevos movimientos sociales que abren procesos de creación política para hacer frente a la crisis de las condiciones de vida, que demandan cambios, exponen el desgaste del orden social, llegan a destituir gobiernos e incluso a formar parte del surgimiento de otros.
Las revueltas y levantamientos transforman las relaciones entre las personas, constituyen nuevos significados, prácticas y sujetos que hacen mover la historia; pero al pasar la emergencia, se tiende a reacomodar el ciclo de formación de las clases políticas, se administra el acontecimiento y tras la recomposición de grupos y relaciones de poder, continúa la crisis.
Nos recordamos del ciclo trágico de las revoluciones modernas, en donde el movimiento revolucionario pasaba de ser una expresión insurreccional de contrapoder democrático, para luego al tomar el poder, implementar de arriba a abajo nuevas tecnologías disciplinarias y de control, nuevas relaciones de poder en nombre de la disolución de las anteriores.
La crisis parece ser más fuerte y evita cualquier posibilidad de resignación, siguen nuevos movimientos y nuevas esperanzas, pero se hace urgente pensar críticamente sobre las experiencias de la lucha social y las estrategias de poder que se despliegan sobre ellas.
Necesitamos una mirada que no sólo se dirija hacia la emergencia de los movimientos sociales, sino también hacia sus tensiones internas, su relación con las reformas gubernamentales que provocan pero que también los capturan, así como las prácticas que efectivamente constituyen la posibilidad de sociedades democráticas y de vida libre (como diría el movimiento revolucionario kurdo actual). Planteamos ordenar ciertas ideas sobre las relaciones de poder, el antagonismo social y la gubernamentalidad, así como los procesos de resistencia, autonomía y creación de una política del común.
Sociedad y relaciones de poder
En su estudio genealógico desarrollado en el libro Notas de Babilonia, Enzo del Búfalo indica el origen del poder como relación despótica, en la producción de excedentes en los antiguos valles fértiles de Mesopotamia y luego Egipto (hace ya 5 milenios), pero no como un desarrollo natural de las comunidades neolíticas, sino como surgimiento de una fuerza externa que establece una forma de infraestructura y tecnología a partir de la coordinación centralizada y vertical del trabajo; o más bien, que funda la concepción misma de trabajo como actividad separada del esfuerzo cotidiano para el sostenimiento de la vida, al momento en que el orden vertical irrumpe sobre la sociedades comunitarias -cuyo proceso tecnológico no está orientado hacia la producción de excedentes, es apropiado horizontalmente y mantiene un ciclo de reproducción de las condiciones de vida.
De la relación social que se desprende del establecimiento de un poder de mando, una coordinación vertical del trabajo y tecnologías (tanto físicas como sociales) para la producción de excedentes, el déspota reclama una deuda. Se legitima un flujo de concentración y acumulación hacia el vértice despótico, para luego instaurar un orden social a partir de su re-distribución de arriba hacia abajo, reproduciendo la relación de poder como fuerza de cohesión social.
Las sociedades de parentesco cohesionadas en torno a la figura de la madre, a una economía comunitaria y a una relación inmanente a la naturaleza expresada y subjetivada en los mitos; son eclipsadas por el surgimiento de centros de un poder vertical, relacionado a la formación de estamentos militares/sacerdotales que se imponen sobre territorios (naturaleza) y sociedades, estratifican las sociedades de filiación y concentran los flujos de la vida social hacia las figuras de poder que se reflejan en nuevas divinidades trascendentales.
El ejercicio del poder se constituye desde una figura que aparece como externa a la sociedad, viene de arriba hacia abajo como el orden divino que baja y se hace figura humana en el déspota antiguo, constituye una estructura administrativa-burocrática separada de la sociedad con su propio estamento de funcionarios, y empieza a marcar su soberanía territorial a través de los templos y las pirámides de las primeras civilizaciones con Estado.
La formación de este poder externo se despliega en la historia desde tres procesos o dimensiones: el patriarcado como una relación de poder que recorre toda sus genealogías desde la división sexual y desigual del trabajo, que aparece con el surgimiento del mando del padre/patriarca que se despliega como relación de propiedad sobre su linaje, se extiende hacia la familia, se reproduce sobre la sociedad y desplaza la figura de la madre/comunidad de las sociedades de parentesco por jefaturas basadas en la autoridad patriarcal.
El Estado como estructura administrativa que organiza el ejercicio de la autoridad, se constituye desde afuera de la sociedad como cuerpo (ni vivo ni muerto, más bien zombi) de funcionarios del poder externo, a través del cual se ejerce la soberanía y el gobierno sobre una población y un territorio determinado. El capital, como relación de poder a través de la propiedad de los medios de producción, la explotación del trabajo y la acumulación de ganancias y de rentas que se concentran en la figura del “individuo soberano”, un déspota desterritorializado que surge de la acumulación mercantil, globalizado y abstracto en su deriva financiera contemporánea.
La historia va sobreponiendo figuras de poder una sobre otras, sin sustituir las anteriores sino subsumiéndolas en nuevas prácticas hegemónicas. El capital financiero transnacional, por ejemplo, se ha hecho hegemónico a través de la globalización y se sobrepone sobre las viejas soberanías de los Estados modernos, sin embargo, los Estado no tienden a su desaparición, sino a una rearticulación de su papel en función de la nueva tensión entre soberanía nacional y gobernanza de capitales globales.
De la misma manera, el antiguo patriarcado marca su influencia contemporánea en la tradición cultural machista, que mantiene formas de opresión contra la mujer y una división sexual desigual del trabajo productivo y reproductivo, mientras que sigue produciendo parte de la subjetividad del ejercicio despótico contemporáneo, al reciclar roles como el de la autoridad paternalista o de “padre protector”, liderazgos autoritario-carismáticos, u otras derivaciones de la personalidad del poder.
Antagonismo y gubernamentalidad
El poder no sólo es una relación de dominación de arriba hacia abajo, pues como toda relación entre personas -aunque desigual- tiene un reflejo inverso. Las luchas sociales a través de sus demandas colectivas, la defensa de derechos y libertades, exigencias reivindicativas o de participación política, expresan la necesidad de resistencia y el deseo de transformación de las relaciones de poder, derivando en la constitución de movimientos antagónicos.
La lucha aparece como desobediencia, y es la acción de lucha la que constituye sujetos de lucha (como afirma Raquel Gutiérrez) que emergen de abajo hacia arriba, como reapropiación de lo político por lo social, y que tienden hacia una deriva democratizante en un espacio tensado por el antagonismo entre poder externo y potencia social.
Sin embargo, en la experiencia histórica de las luchas sociales nos encontramos con ciclos en donde el antagonismo se quiebra al mismo tiempo que se reconstituye tras cada salto que impulsa la revuelta social. La resistencia o el movimiento antagónico no es suficiente para romper con las relaciones de poder, e incluso el esquema flexible del poder contemporáneo tiende cada vez más a instrumentalizarlo como procedimiento para su propia reestructuración. A su vez, los proyectos de la modernidad que anunciaron el advenimiento de “síntesis dialécticas” de la historia, terminaron por complacer formas políticas totalitarias que ampliaron el poder despótico, replegando sobre sí nuevos antagonismos.
El antagonismo también se plantea hacia afuera, hacia las sociedades externas o que rodean periféricamente a los centros de poder, que como dispositivos para la producción y acumulación de excedentes siempre necesitan expandir su dominio. Se trata por ejemplo de los pueblos nómadas frente a los imperios antiguos, los llamados “bárbaros” que incursionaron y se apropiaron de la civilización greco-romana, los procesos de conquista y colonización modernos de las potencias europeas, o los excluidos y migrantes que rodean las metrópolis de la sociedad global contemporánea.
Así como el flujo de resistencia va de abajo hacia arriba, también se mueve desde la periferia hacia el centro; sean los pueblos nómadas o bárbaros ocupando los imperios antiguos, el desarrollo histórico de religiones como el cristianismo o del islamismo en los primeros siglos de nuestra era en occidente y oriente respectivamente, los procesos de descolonización modernos o el flujo migratorio de una globalización desde abajo en la sociedad contemporánea.
El ejercicio del poder se reconfigura y va transformado su estrategia de gobierno, empujado al ritmo del dispositivo antagónico en una huida hacia adelante, a medida que intenta administrar la intensidad del conflicto social. La forma de gobernar es reformada continuamente en función de una estrategia de captura, incluso tiende a manipular u ordenar desde arriba bloques sociales polarizados como representación de subjetividades antagonistas, pero que se organizan en torno a figuras de autoridad que concentran en torno de sí nuevas y viejas relaciones de subordinación.
El desarrollo tecnológico o el descubrimiento de nuevos territorios hacia dónde expandirse puede aumentar la producción/acumulación de excedentes para la legitimación progresiva del poder externo, mientras que se agita la violencia y la guerra cuando se reduce su espacio de acumulación y expansión.
Detener la huida hacia adelante y la acumulación de ruinas que es el progreso como advierte Walter Benjamin, o recuperar sus palabras cuando comenta que “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia universal. Pero tal vez ocurre con esto algo enteramente distinto. Tal vez las revoluciones son el gesto de agarrar el freno de seguridad que hace el género humano que viaja en ese tren”, nos ayudan a descubrir el desarrollo más como una estrategia de poder que el tránsito lineal y ascendente de la historia que promete ser.
Más allá de los antagonismos
En los procesos revolucionarios de la historia moderna, al momento en que estalla la ruptura y el movimiento revolucionario toma la dirección del Estado, se consolida una tensión interna entre una nueva clase gobernante y la movilización social como contrapoder.
El antagonismo pasa de dos (movimiento revolucionario vs poder establecido) a tres, en donde la autonomía conquistada por el movimiento social entran en tensión con el nuevo “poder revolucionario”, del cual tiende a reconstruirse una cadena de mando que recorre el tejido del movimiento de arriba hacia abajo, legitimando una dirección política -relacionada tradicionalmente con estructuras partidistas y afianzada con recursos ideológicos- que captura la potencia social en la forma de “movimientos sociales administrados” que antagonizan con los movimientos sociales con mayor autonomía.
La reconstitución de relaciones de poder en los propios movimientos, también surge desde los aspectos que Enzo del Bufalo estudia como neoarcaísmos, como reivindicación de prácticas sociales tradicionales e identidades religiosas o nacionales que tienden a ser excluidas frente a nuevos modelos de poder y acumulación de capital, particularmente en el caso de la globalización que se sobrepone a la soberanía de los Estados naciones y que transnacionaliza las prácticas culturales.
Se trata de descontentos híbridos, compuesto por sujetos heterogéneos (desde grupos de la élite, clases medias y sectores populares) relacionados entre sí por la exclusión que ha generado la globalización (en procesos como la flexibilización/precarización del trabajo, desprotección de capitales nacionales, desmantelamiento de la política social) y que intentan representar el descontento recuperando símbolos y prácticas que componen la identidad popular, nacional o religiosa. La representación del descontento también lo subordina hacia nuevas figuras de poder que tienden a intensificar la polarización como conflicto entre grupos dirigentes (hegemónicos vs subordinados, emergentes vs excluidos) y que condiciona la movilización social a la disputa por el poder.
A contravía de la transformación del antagonismo en polarización y disputa de mando, es en la apertura a un territorio de lucha que va más allá del antagonismo en donde nos encontramos con prácticas que no sólo resisten a las formas en que se ejerce el poder, sino en donde el entramado común que constituye el cuerpo vivo de la lucha social se reapropia de lo político, rompe con cualquier necesidad de representación y de producción de clases dirigentes.
Fuera de los tiempos de gobierno, hay procesos de organización y lucha que ejercitan formas de autogestión política que disuelven la externalidad del poder como separación de lo político con lo social. De esta manera nos planteamos interpelar y estudiar los movimientos sociales desde el cruce y la contraposición entre prácticas de antagonismo y otras “más allá” del antagonismo, que se componen en cada experiencia de lucha.
Aquí aparecen viejas y nuevas herramientas de la organización social, prácticas relacionadas a la democracia directa y el encuentro asambleario, formas de autogobierno, la economía cooperativa, social o del común, el “hacer comunidad”, que no tiende hacia la polarización de bloques sociales sino a la construcción de un “nosotrxs” que necesita de la diversidad como fortaleza democrática. Se trata de un “horizonte interior” de las luchas como refiere Raquel Gutiérrez, lo que nos da otra necesaria dimensión de los procesos políticos de los movimientos sociales, y es este trasfondo, que es antagonista pero que también va más allá del antagonismo, lo que encontramos como procesos de construcción de autonomía y de una política de lo común.
En este transcurso, los antagonismos y las tradiciones políticas de los movimientos sociales expanden y recuperan saberes, memorias y experiencias que animan nuevos horizontes políticos, destacamos tres referencias contemporáneas que serán fundamentales para el seminario. El movimiento revolucionario de Kurdistán y la lucha propuesta por Abdullah Ocalan (líder histórico del PKK, Partido de los Trabajadores de Kurdistán, en lucha por la autodeterminación del pueblo kurdo, actualmente sometido a los Estados de Turquía, Irak, Irán y Siria) se sitúa desde un antagonismo entre la historia de las Civilizaciones (como sociedades con Estado) hasta lo que llaman modernidad capitalista, y la modernidad democrática como prácticas sociales asociadas a la comunidad, a formas de administración democrática y sociedades que no gobernadas por Estados como contraparte de la historia de las civilizaciones.
Se señala al patriarcado como origen de la civilización, por lo que el movimiento revolucionario kurdo ha postulado como premisa de su proceso político que la liberación de la mujer es más importante que la liberación de clase o de la nación, porque constituye una transformación mucho más profunda y democrática, al mismo tiempo que rechazan y dejan atrás la forma del Estado-nación y el nacionalismo como proyecto de sociedad al considerarlos estructuras de dominación contrarias a la democracia. Efectivamente, en la revolución kurda de Rojava (norte de Siria) se abrió el proceso de construcción de una democracia sin Estado (un sistema de gobierno a base de consejos y cooperativas de base), en donde la organización autónoma de las mujeres atraviesa toda la administración democrática creada desde el estallido de la revolución en el año 2011.
Esta visión de antagonismo desde la propia historia de la civilización se puede encontrar con la experiencia de los movimientos indígenas latinoamericanos en las últimas décadas, quienes han desbordado las propias demandas reivindicativas como sectores rurales o campesinos, recuperando una autonomía cultural que les ha permitido construir experiencias de autogobiernos comunitarios, así como organizaciones político/sociales que se asumen como nacionalidades constituidas formalmente y que han desconfigurado la unidad Estado-nación.
Se trata de una reapropiación de corrientes de lucha que se reconocen en la resistencia al poder colonial-civilizatorio occidental y su hilo de continuidad en los actuales Estados modernos, y frente a los cuales se reclama una autodeterminación nacional o comunitaria. Es el caso de experiencias como la Juntas de Buen Gobierno apoyadas por el neozapatismo al sur de México, la autonomía plurinacional y capacidad de movilización social consolidada por la CONAIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador), la autonomía de comunidades indígenas en Colombia a través del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) y la guardia indígena, entre muchas otras experiencias de los movimientos indígenas en el continente.
A su vez, desde el antagonismo capitalista (capital-trabajo), el proceso de autovalorización del trabajo y la emergencia del movimiento obrero ha transformado las sociedades modernas desde las condiciones de pauperización extrema de la primera revolución industrial. En el mundo contemporáneo, el capital financiero -como modelo hegemónico de acumulación- tiene como contraparte el trabajo del común (como propone Antonio Negri entre otros), sobre el cual establece una relación de poder bajo formas de exclusión, precarización o endeudamiento, y del cual demanda una serie de rentas para sus circuitos de acumulación.
Desde esta perspectiva, los movimientos sociales contemporáneos (contra el trabajado precario, el desempleo, por los derechos de las mujeres y la diversidad sexual, de las comunidades empobrecidas, de personas sin vivienda propia, endeudadas) disputan por una apropiación social de las rentas que concentra el capital financiero (o las finanzas de los Estados) al mismo tiempo que busca la construcción de una política del común, no sólo como administración democrática de bienes y recursos comunes, sino como emancipación de la producción del común de los mecanismos de acumulación y valorización capitalista.
Las tres referencias tomadas expresan caminos de proyección política desde diferentes territorios y sujetos del conflicto social contemporáneo, que se articulan como experiencias/horizontes de emancipación y autonomía social desde las circunstancias arbitrarias de su propia historia.
Nuestro debate gira en torno al funcionamiento del poder externo y lo que se ha planteado como un dispositivo antagónico en múltiples ejes, del cual se producen los flujos de poder y resistencia que constituyen el conflicto social y las estrategias de gubernamentalidad. Del entramado de antagonismos emergen los movimientos sociales, pero también es un dispositivo que parece atraparlos en ciclos de reproducción de las relaciones de poder, de ahí que ese “más allá del antagonismo” se hace necesario en el horizonte de la lucha social. Entonces nos planteamos ¿En qué momento o en qué movimiento se agota el dispositivo antagónico, y cómo se relaciona esta inquietud con la interpelación que hace Walter Benjamin sobre las revoluciones como “freno de mano”? ¿lo común como premisa de los movimientos contemporáneos puede abrir un camino de desborde de este dispositivo?
Referencias
- Del Bufalo, Enzo. La Naturaleza del Poder y los Movimientos Sociales. Caracas: Revista Latinoamericana de Estudios Avanzados, nro 22, 2005, pp. 1-20.
- _______________ Notas de Babilonia. Caracas: bid & co. editor, 2009.
- Denis, Miguel. Antagonismo y capitalismo contemporáneo. Caracas: Revista Tierra Firme, núm. 117, 2020, pp. 85-120.
- Gutiérrez, Raquel. Insubordinación, antagonismo y lucha en América Latina en Horizontes comunitario-populares. Madrid: Traficantes de sueños, 2017, pp. 17-40.
- Negri, Antonio. El actuar común y el límite del capital en “Marx y Foucault”. Buenos Aires: Editorial Cactus, 2019, pp. 89-101.