Soltera en la ciudad furia: Si eres mujer aquí no pasas

¿Cuántas veces te has sentido discriminada por ser mujer? Si saco la cuenta, los dedos de mis manos y mis pies no alcanzarían: “las mujeres no hacen esto”, “las mujeres no pueden”, “tú, por ser mujer, no sabes”. Hacía mucho que no me pasaba algo así. Bastó que la figura del poder, representada en color verde oliva, me mandara a orillarme a la izquierda, me pidiera los papeles de la moto y, en un abrir y cerrar de ojos, me soltara lapidariamente: “Acá no pasa, señorita. Nueva orden, mujeres manejando moto no están permitidas”. ¿Qué me estás diciendo?, ¿de dónde se sacan esas incoherencias?, ¿en qué siglo estamos, en el XIX, en donde mujeres y personas afro no tenemos alma, ni humanidad?

Y así, por arte de magia, me volaron más de un siglo de conquistas de las mujeres  porque según la “nueva orden” del lugar, las mujeres manejando moto no pueden ingresar. Mientras tanto, a nuestro costado no dejaban de pasar hombres motorizados a toda velocidad, sin ser detenidos ni recibir siquiera una mirada de alto. Obviamente, el problema no eran ellos, era yo, una mujer que se atreve a hacer algo que “escapa de su rol”: manejar y querer entrar a un lugar de autoridad masculina. “Que agradezcan que ya no les pegan”, me dijo un noble “catedrático” de la UCV en unas Jornadas de investigación; “ustedes no sirven para eso”, dijo papá muchas veces.

De inmediato, la rabia contenida empezó a quemarme por dentro. Pensaba en lo jodido que ha de haber sido para las mujeres antes que yo que te prohibieran ir a la escuela, divorciarte, votar o siquiera pensar por ti misma. En ese instante me volví efímera, gris, invisible. El peso de la historia, de mi historia y de la de las nuestras cayó frente a mí ojos con toda su dureza. Al pensar en ello aún siento ganas de llorar.

Justo hoy, al despertar, escuchaba un nuevo pódcast sobre escritoras mujeres. El capítulo trataba sobre la actualización de las luchas feministas en medio de las avanzadas antiderechos. En el caso de las luchas de las mujeres, ningún derecho ha sido regalado; todos se han conquistado a pulso contra el poder patriarcal.

En pleno 2025, aún debemos seguir siempre a la defensiva para que las órdenes, las leyes y las costumbres no nos arrebaten lo que se ha conseguido, entre discursos que violentan, discriminan, son misóginos y segregan hasta hacerte regurgitar de arrechera. Qué fácil es que otros te asignen un lugar, te impongan condiciones, te dicten un “orden”, simplemente porque eres mujer, o pobre, o madre, o negra, o de la comunidad LGBTIQ+, o migrante, o todas a la vez.

La discriminación es un mecanismo que busca recordarnos que nuestro acceso al espacio público es condicional, que siempre puede ser retirado si no encajamos en el molde que nos imponen y la misoginia es el odio o rechazo a las mujeres por el simple hecho de serlo. La prohibición de entrar por manejar una moto siendo mujer es un mensaje misógino que rechaza y desprecia a las mujeres y se ve así en actitudes, palabras o acciones que nos colocan en desventaja frente a los hombres. Se nos recuerda que el poder de decidir dónde podemos estar y cómo nos podemos mover no nos pertenece. 

Hoy es que no podemos manejar moto, ayer fue no poder ir a la escuela, no votar, no trabajar, no poder tener ingresos, no dejarte decidir cuántos hijos tener o si simplemente la imposición de parir. Y mañana puede ser cualquier otro derecho, como no hablar en público o no pensar por ti misma.

La historia de las mujeres está hecha de puertas que intentaron cerrarnos. “Recuerda que las mujeres y los negros somos los primeros jodidos”, le grité a aquel hombre que ni culpa tenía de tamaña estupidez. Inmediatamente, di la vuelta y aceleré a Manuela como en ningún momento lo había hecho hasta ese día. Estaba molesta y mi molestia se acrecentaba en la velocidad. Urgía en mí la necesidad de demostrar y demostrarme que manejo siendo mujer, que el miedo a la autopista no me detiene y que, ante la indignación, la resistencia termina siendo el no ceder los lugares.

Seguí cabizbaja por todo el camino. Caracas y su sol resplandeciente me herían. Me detuve en una de mis librerías favoritas, cercana a los Símbolos. Estacioné a Manu, guardé de mala gana mi mochila en un viejo casillero y me dispuse a ubicar el libro más feminista que encontrara. El dolor de ser un cuerpo al control de otros me perforaba; necesitaba ahogar en palabras de otras mis sentimientos. Recordaba aquella frase del pódcast matutino en donde decían que la literatura sigue siendo ese espacio simbólico importante para las construcciones culturales y la reivindicación de las luchas actuales, incluidas las de las mujeres.

— ¿Tienes los cuentos completos de Virginia Woolf? — y ese de Tamara Tenenbaum, “Un millón de cuartos propios”?

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