Decía Nietzsche en algún lugar que es difícil encontrar algo más desapasionado que proponer un concepto. Aquel Sócrates obsesionado con la Verdad, que vagaba por toda Atenas interrogando a propios y extraños sobre la definición de las cosas fundaba un gesto harto repudiable: encasillar lo vivo en lo inerte. El esplendor de la cultura griega empezaba a trastabillar a partir del gesto socrático, pensaba Nietzsche, como cuando se intenta explicar lo que es el fuego leyéndolo en un manual de instrucciones.
La solución de Nietzsche fue entonces no definir sino aludir, en esa escritura fragmentaria tan singular. Puesto que, a la Verdad, si la hay, se le aborda dando rodeos. Y es el arte, suprema invención humana, lo que desbrozará el camino a recorrer en donde el lenguaje no alcanza. Basta con puntuar allí donde otros se apuran en explicar.
El erotismo entonces está mejor aproximado en El amante de Marguerite Duras que en los ensayos de Georges Bataille. Y no porque este último sea un redomado necio sino porque algo del mismo objeto de estudio es indomable, refractario a una orientación teórica. Advertido, Bataille propone El ojo, relato en donde muestra más que define lo que será su propuesta erótica: una danza sincopada entre el placer y la prohibición.
Lo erótico no es solamente aquello que causa excitación, sino donde se implica en cierta medida lo proscrito o la dificultad de su concreción. Se trata de cierto velamiento, un juego de mostrar y esconder, de desplazar, de proponer sin concretar, de franquear el umbral de lo excesivo para luego retornar en un movimiento que recuerda a la serpiente que se muerde la cola. Un trampantojo donde somos presas de los sentidos y chapoteamos en el elemento central del erotismo, quizás, el deseo.
Octavio Paz pensaba el relato erótico como retoño de esa creación del lenguaje para hablar sobre algo imposible, el sexo. Lo real lacaniano, lo imposible de significar. El relato erótico como esfuerzo de poesía, como sortilegio para evadir lo incomunicable que es el placer del cuerpo. No es posible describir en todo su esplendor lo que es un beso, una caricia en el rostro, una erección, una mirada lasciva, un buen polvo. Pero el mejor arte alcanza a decir algo de eso que pulsa allí donde no se es pura animalidad, en donde se cruza lo más primitivo de la carne con lo más enrevesado de la psique, esa juntura de soma y alma que alguno llamó una vez libido.
El erotismo latinoamericano no puede ser sino un duplicado de este doble movimiento. Por un lado, la voluptuosidad absoluta, por otra las más sórdidas prohibiciones. No es un secreto que la mejor literatura erótica florece en tierras adversas, en donde esforzados proyectos de censuras crean el efecto opuesto y se encuentran con un aluvión de obscenos e impúdicos. Lo latinoamericano, tan próximo a lo sensual del ritmo africano y a la vez a los longevos interdictos católicos. No hay sino entre ellos un baile de dos que como en un cortejo animal, como en un ritual ineludible, se oponen en un intercambio de voces, de formas, de pulsiones.
La época pornográfica, la época de mostrarlo todo, parece relegar el embellecimiento de lo erótico. Si lo erótico es cierto ocultamiento, cierta promesa de aparición mientras damos vueltas alrededor del asunto, lo pornográfico es la inmediatez, el desnudo desparpajado, lo obvio. Pero aun en lo explicito hay algo oculto y allí consiste la buena pornografía. La práctica onanista no es etérea, siempre busca el objeto de deseo del ejecutante. No hay excitación en el vacío. Aun en las improbables acrobacias del mundo porno hardcore, si está bien logrado, se rastrea el deseo sexual humano. En lo explícito también hay de lo que solo esta insinuado, que queda invisible para el ojo humano, y que en última instancia logra acercar, con más o menos éxito, al placer que el acto solitario mecánico apenas complace.
No propondremos ir más allá en la vía socrática. A continuación, podrán leer, con algunos relatos, una puesta en forma del erotismo y sus oleajes. Puesto que, a fin de cuentas, el erotismo no es más que un golpe de efecto, la cadencia ineludible de los sentidos que juegan a ser satisfechos, que juegan hasta el hartazgo de cada quien, puesto que el erotismo es egoísta, pero un egoísmo generoso, si cabe, necesitando pasar por algo más allá de lo propio, algo que el humilde escritor apremia por compartir para fusionarse, si puede, con el goce prometido más recóndito de su insaciable lector. La literatura erótica si es algo, pues es eso. Es pura posibilidad.
Créditos
Ilustración: Clara De Lima
@claradeluna