El ciclo rentista que vivió el país entre los años 2003-2004 hasta la crisis que inicia entre el 2014-2015 tuvo las características típicas de una economía agresivamente rentista administrada por el Estado: improductividad nacional frente al fomento a las importaciones mediante la sobrevaloración de la moneda nacional, la dependencia de subsidios estatales, una inflación estructural, entre las más destacados. Sin embargo este período estuvo atravesado por la emergencia del chavismo que luego se entrelazaría con el ciclo rentista. La presión de los sectores sociales marginados por las reformas neoliberales de los años 80s y 90s produjo un fenómeno político para sustituir a la clase política tradicional –que se había “neoliberalizado”- por un nuevo liderazgo representativo de los sectores emergentes, con un objetivo fundamental, reconstruir la gobernabilidad y la legitimidad de las instituciones, una renovación del “contrato social” que pueda reconducir la conflictividad que se desprendía de la sociedad neoliberal.
Poder, renta y gobierno
Con el inmenso caudal de divisas que recibió el país, el chavismo, en su necesidad de recomponer una autoridad política, no sólo para mantener el poder frente su contraparte electoral, sino también para gobernar al entramado social del que había surgido, desarrolló una red de distribución del excedente petrolero que le permitió fortalecer su base social con mecanismos clientelares, a medida que expandía la redistribución social de la renta y la capacidad de consumo general de la población. Mientras el Estado asumía el resguardo de los sectores marginados durante el neoliberalismo, los miles de mecanismos de “inversión social” lograban masificar las iniciativas asociativas autónomas generadas por los heterogéneos movimientos sociales al mismo tiempo que los capturaba e incorporaba a la disciplina estatal, fundamentalmente a partir del nuevo entramado institucional que luego formaría parte del proyecto-consigna del “Estado comunal”. Una institucionalidad hecha para regir las comunas como figura sintetizadora de las múltiples experiencias de organización social (comités de tierras urbanas, mesas técnicas de aguas, comunidades autogestionarias, radios comunitarias, entre otros). Cada práctica política autónoma era recogida, financiada y reconstruida bajo una figura subordinada al entramado institucional-corporativo y a su vez identificada propagandística y homogéneamente con el gobierno.
Aquí lo “clientelar” no sólo es el clásico fenómeno populista de intercambio de favores políticos por dádivas económicas; al promover y financiar la organización social, la misma es capturada bajo una relación de dependencia frente al Estado, y particularmente al liderazgo personal de Hugo Chávez, contribuyendo a la formación de un caudillismo mesiánico en la forma en que se relacionaba el presidente con su base de apoyo social. La masificación de la política redistributivas sucede a costa de cierto endeudamiento político, una especie de deuda de lealtad, pagada con una subordinación a la dirección política gubernamental, ese fue uno de los costos que determinarían al esquema de gobernabilidad “democrático-participativa” que representó el proyecto histórico del chavismo. De alguna manera la participación social como exigencia frente al modelo neoliberal previo, se convierte finalmente en un procedimiento administrativo para la legitimación del nuevo poder gubernamental. La redistribución funcionaba como un estímulo keynesiano a la economía, pero a medida que expandía el consumo, intensificaba el carácter rentista-clientelar de la relación entre el poder político y la sociedad.
Aunque el medio por el cual se distribuía la renta era el Estado, por lo que el chavismo fue estatista, la acumulación rentista no fue la de una clase burocrática en el poder, más bien fue absolutamente privada, fundamentalmente bajo prácticas relacionadas con la corrupción y el desfalco de la renta. La dinámica de acumulación parecía una nueva versión del “neoliberalismo salvaje” en donde los mecanismos de regulación e intervención estatal (fundamentalmente la administración de las divisas petroleras y las crecientes de importaciones y financiamientos fraudulentos) garantizaban la acumulación privada sin ningún tipo de mediación o control social, fundamentalmente a través de la corrupción. Paradójicamente esta dinámica termina convirtiendo al Estado en una máquina para el saqueo y su propio desfalco, dedicándose a funciones de control social a medida que descarta cualquier forma de desarrollo productivo o de fortalecimiento institucional que no sea funcional a la dinámica de acumulación privada de la renta. En ese sentido nunca fue “socialista” al estilo soviético o cubano, este estatismo/pos-neoliberal/corporativo estableció una forma de gobernabilidad realmente novedosa, como forma de mediación entre la explosiva acumulación rentista y las exigencias redistributivas del conflicto social que había estallado en el país desde el 27 de febrero de 1989.
Un proceso de captura de la sociedad
El chavismo logra ser el punto de encuentro de la gran mayoría de movimientos políticos y sociales identificados con las clases subalternas como sujeto principal para la transformación de la sociedad. Pero al reconocerse no sólo desde su propia práctica, sino también a través del propio liderazgo de Chávez y la gestión de su gobierno, se provoca una tendencia hacia la subordinación que desarticula al mismo movimiento al intentar transformar las relaciones de poder realmente existentes. A medida de que se supera el conflicto entre gobierno y oposición entre los años 2002 y 2004, con la victoria del primero, el gobierno empieza a reconstruir su poder y la gobernabilidad que le había cedido a los sectores populares y movimientos organizados que habían protagonizado variadas experiencias de democracia directa en un primer momento del llamado “proceso bolivariano”, fundamentalmente ocupaciones de tierras y empresas abandonada por iniciativas de autogestión y co-gestión con el Estado, la recuperación de PDVSA frente al paro patronal en diciembre del 2002, la organización comunitaria para resolver el déficit de servicios públicos y supervisar la política institucional, entre otros.
Este proceso es atravesado por importantes factores que vulneraron el instinto de autodeterminación de los movimientos sociales más importantes. En primer lugar la unidad monolítica que se construye a partir de la polarización social y de clase, que luego se transforma en una polarización partidista durante el conflicto agudo entre oposición y gobierno, lo cual fortaleció la identificación homogénea entre Estado-Gobierno-Pueblo (y luego se agrega el “partido”), en una supuesta unidad de intereses mayores, frente al peligro de la derrota de la “revolución”. A su vez, se desarrolla el fenómeno de híper-liderazgo de Chávez que igualó su persona con la misma revolución bolivariana. Consignas como “con Chávez todo, sin Chávez nada” que surgieron desde el referendo revocatorio del año 2004, hasta el “Chávez es el pueblo” o “Todos somos Chávez” de la campaña presidencial del 2012, o incluso el título de “comandante supremo y eterno” que adquiere posterior a su muerte, expresan el papel mesiánico de su liderazgo. Así se suma al “líder” como síntesis de la identidad entre pueblo, Estado y gobierno.
Este “compromiso” que adquiere el movimiento social con el liderazgo gubernamental, vulnera su autonomía de tal manera que la crítica hacia el gobierno desde el chavismo se vuelve un acto “radical”, mientras que se produce un fenómeno de autocensura en función de no perjudicar el gobierno. De la misma manera esa identidad pudo legitimar la implantación de estructuras de control vertical del movimiento popular como el PSUV. Es un proceso de recomposición de la representación de una manera mucho más autoritaria, pues no se realiza a través del voto, sino a través del líder.
Otro de los mecanismos sobre los cuales se empieza a quebrar la capacidad de autonomía de los movimientos sociales, fue la homogenización del discurso político, de las identidades, símbolos, y finalmente de la subjetividad de su base social. Los medios de comunicación públicos se convierten en medios de propaganda de gobierno bajo un estándar de consignas, discursos y símbolos que es difundido por las estructuras de gobierno y del movimiento popular administrado. Incluso los intentos por rescatar cierta diferencia o distancia subjetiva-ideológica, como por ejemplo la valoración de la crítica, ideas y consignas como “la profundización de la revolución” o la “revolución en la revolución”, son asumidas discursivamente desde el mismo entramado del poder constituido para relegitimarse una y otra vez frente a sus propias bases. Son innumerables los llamados del propio presidente Chávez, así como de diversos líderes del chavismo, a la crítica, a la revisión, al golpe de timón, sean o no “sinceros” esos llamados, tienen un efecto nulo mientras que la tendencia estatizante se vuelve imparable.
El socialismo como discurso político, tiende reforzar esa identidad entre las clases populares y el gobierno a través del líder, al ser la expresión de un proyecto común, que compromete a todos en una misma dirección política. El mismo desarrollo de nuevas formas de poder de base como las Comunas, se convierten en parte de la agenda de gestión de gobierno, pues las clases populares no se organizan a través de sí mismas, sino a través del Estado, como rector del proceso político. El Estado se vuelve el sujeto activo de la revolución, las clases populares actúan sólo a través de él, acabando con su propio proceso de autonomía. El “pueblo” pasa de ser el sujeto de la revolución, a ser el beneficiario de la misma, una palabra muy repetida e instaurada en las voces oficiales, al igual que la idea de agradecer al gobierno (y al “comandante Chávez”) por cada plan social otorgado.
El quiebre y marginación de las organizaciones autónomas, transformaron a gran parte del movimiento social en movimientos administrados-institucionalizados, encargados de la canalización de la participación política y social, en función de la legitimación y la defensa constante del poder estatal. Así nace una especie de “plusvalía política” o “plusvalía de la militancia política”, una explotación de la participación política de las clases subalternas en la medida que a través de su propia acción y organización política, legitiman un poder ajeno a sí mismos.
Es necesario destacar que el paso de los movimientos sociales con diversos grados de autonomía, a los movimientos sociales administrados institucionalmente no fue pasivo. Fueron desarrollados diversos mecanismos de poder, desde la represión, la persecución y el sicariato (recordamos a los dirigentes obreros asesinados en los estados Aragua, Anzoátegui y Sucre, así como los cientos de campesinos asesinados impunemente en la lucha por la tierra en la primera década de gobierno chavista), la obstaculización burocrática de procesos de co-gestión de empresas con los trabajadores, como fue el caso del Proyecto Guayana Socialista entre otras experiencia de “democracia participativa”, hasta la inclusión de dirigentes sociales en las instituciones como mecanismo de cooptación del movimiento social. La tensión entre autonomía y gobierno no llegó a acontecimientos de choque general, más bien fue “administrada” por el gobierno y poco a poco diluida entre negociaciones, financiamientos, represión y persecución circunstancial o selectiva, e impunidad general frente al sicariato y los delitos relacionados con la contención de determinadas luchas sociales.
Crisis y cierre de un ciclo
En el año 2014 el ciclo rentista empieza a agotarse –habiendo generado una expansiva corrupción estructural, así como los problemas “clásicos” de las economías rentistas que referimos al principio -expresándose en una creciente e inestable inflación y en la caída de los salarios e ingresos reales de la población, incluso antes de la caída de los precios del petróleo en el año 2015.
La crisis económica no llegó a quebrar a la clase política que lo administraba, las organizaciones sociales y laborales no pudieron frenar la caída abrupta del salario, la precarización total de las condiciones de vida y la gran miseria que se expandió por el país. En agosto del año 2015, el sociólogo Edgardo Lander, afirma que una de las pruebas más contundentes del fracaso del “proceso de transformación”, es la incapacidad de los movimientos sociales de efectuar una respuesta social y colectiva a la crisis económica, por lo que la misma ha generado respuestas “individualizadas y competitivas” (como lo fue el fenómeno del “bachaqueo” y el repunte del trabajo informal) creando una situación que provoca salidas autoritarias. Efectivamente a partir del año 2016, frente a la falta de apoyo democrático, el gobierno de Nicolás Maduro emprende un camino autoritario, obstaculizando procesos electorales, alterando unilateralmente las reglas de juego, inhabilitando partidos político, fortaleciendo la política represiva del Estado con nuevos cuerpos policiales especiales y la violación constante de derechos humanos, sociales y democráticos establecido en la constitución, generando una crisis política y humanitaria expresada en la emigración de millones de personas y en la declaración de un emergencia humanitaria compleja en Venezuela por parte de organismos internacionales.
Frente a las dimensiones de la crisis, resulta increíble que el gobierno de Nicolás Maduro se haya sostenido todos estos años. Sin embargo nos abre la siguiente reflexión: por qué la sociedad no pudo defender las condiciones de vida que había alcanzado durante el mejor momento del boom rentista. Pues esas condiciones de vida objetivizadas como expansión del consumo, no correspondían a un grado de valorización del trabajo, sino por el contrario, fue una técnica de gobierno que a medida que expandía la inversión social, desvalorizaba la sociedad, la convertía en una beneficiaria –como afirma la propaganda gubernamental- cada vez con menos capacidad para autodeterminarse y cada vez más dependiente del poder administrativo. En este sentido el shok de la crisis rentista no redujo el valor del trabajo y de la producción social en general, sino que lo ajustó al estado real al que lo había reducido los mecanismo clientelares que había desarrollado el chavismo a lo largo de década y media de gobierno. Por ello creemos que la salida a la crisis venezolana depende de la recuperación de la autonomía de las organizaciones sociales, como una lucha por la valorización del tejido social, que fortalezca su capacidad para mejorar las condiciones de vida y establecer condiciones democráticas frente a la política autoritaria en la que derivó la administración de la crisis por parte del gobierno actual.
Referencias
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