El frío del último trimestre del año nos envuelve. La energía que la piscina había dejado se sentía en el ambiente. Mis cosas están sobre el taco; me estoy secando el agua clorada en la que acabo de dejar la flojera de un martes cualquiera. De pronto, siento una sombra que voltea a mirarme y me increpa de forma inesperada: “Entonces, Niyireé, cuéntame eso del aborto… ¿tú estás de acuerdo?”
La pregunta me agarra fuera de base. Lo último que imaginaba este día, a las 7:00 a.m., era tener un debate sobre este tema. No obstante, algo me invita a la calma, el tono con el que se me aborda. No siento la inquisición de quien pregunta para luego querer quemarme por bruja y “abortera”. Más bien, en la inquietud hay un atisbo de interés, de querer comprender por qué una mujer está de acuerdo con la interrupción voluntaria del embarazo.
Escribo estas líneas como quien sabe que será increpada por la sacrosanta moral religiosa y conservadora de este país. Hablar del derecho de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos nunca cala bien en el conservadurismo venezolano, aun cuando se trate de derechos humanos: —¿Por qué estás de acuerdo? Tienes que explicarme… ¿incluso si las chamas tienen relaciones, así como si nada?
Sonrío de medio lado y le digo: —Los condones se rompen, los métodos anticonceptivos fallan y todo el mundo tira.
—Es verdad —me responde—, los métodos fallan en un 75 %, ¿cierto?
Además —añado—, en este país los hombres abortan todos los días con tantas paternidades ausentes. —Ahora él ríe y no le queda más que asentir:
—Bueno, otro día me explicas bien. Es interesante lo que dices.
—Claro —respondo, mientras termino de secarme, guardo mis cosas en el bolso, me lo cuelgo al costado y me voy pensando en las mujeres y sus derechos.
Mucho se estigmatiza el aborto porque la maternidad sigue atada a un ideal judeocristiano que se consolidó en el siglo XIX, la mujer concebida como madre abnegada, guardiana de la moral y del hogar. Esa imagen, construida por las élites políticas y religiosas para el control de los cuerpos ha sido una de las herramientas más efectivas para negarles sus derechos. “Tiene 11 años y ya tuvo un hijo; su abusador tiene 22, pero la familia llegó a un acuerdo con él, quién se encargará del bebe para no ir preso y por eso no denuncian. Los médicos no le quieren colocar un implante para que no vuelva a salir embarazada porque la ley dice que es a partir de los 14.” A los 11 puede ser madre, pero jamás decidir sobre sí. ¡Qué ironía! Realidades como la de esta niña del centro de Petare se repiten a diario en el país.
La falsa moral y los prejuicios que llenan nuestra sociedad ponen en riesgo los derechos de las mujeres y las niñas. La Organización Mundial de la Salud (OMS) establece que el acceso al aborto seguro es esencial para proteger la salud y la vida de las mujeres y que la criminalización solo aumenta los abortos inseguros y la mortalidad materna. Reconocer el derecho a interrumpir un embarazo no significa promoverlo, sino garantizar que ninguna mujer sea forzada a parir ni a arriesgar su vida en la clandestinidad.
En Venezuela, el embarazo en adolescentes es una realidad alarmante; el 60 % de los embarazos corresponden a jóvenes entre 12 y 18 años, y la tasa de fecundidad en esta población es de 85,3 nacimientos por cada 1.000 mujeres de 15 a 19 años, una de las más altas de la región. Cada día, niñas y mujeres enfrentan un sistema que no las protege. La maternidad forzada es el reflejo de falta de políticas públicas que garanticen educación en salud y derechos sexuales y reproductivos, además de acceso a métodos anticonceptivos y a planificación familiar. Solo el 26,6% de las mujeres en Venezuela utiliza anticonceptivos, debido a factores como la escasez, bajos ingresos y falta de educación sexual integral.
La maternidad impuesta se convierte en una doble violencia sobre el cuerpo y sobre la vida de niñas que pierden su infancia, adolescentes que abandonan la escuela y mujeres jóvenes que luchan solas con la crianza. Por otro lado, la violencia se extiende también por parte del personal de salud, médicos y enfermeras, amparados en sus prejuicios morales revictimizan, niegan métodos anticonceptivos, critican las decisiones de las mujeres e incluso violentan sus derechos a decidir.
Mientras camino mirando al Ávila, siento recorrerme la fuerza de quien se sabe luchadora. A mi memoria llegan fragmentos de las mujeres que me han compartido sus testimonios: Magaly, quien en los años 80, con dos hijos, decidió acudir a un tugurio para abortar al enterarse de que estaba embarazada, porque ni ella ni su pareja querían más hijos; la vecina profundamente religiosa que me confesó entre sollozos que abortaría porque no deseaba tener hijos a esa edad; la señora del campo trujillano, que hablaba de guarapetes y menjurjes para evitar traer más hijos al mundo; y la “sifrina del este del este”, cuyos padres le pagaron una clínica para practicarse una interrupción segura que no “arruinara su vida”. Miro al cielo, veo la luz y recuerdo que el verde es de esperanza y abortista también.