“Cuando yo llegué a Venezuela una cervecita valía un bolivita y ahora miré cómo va, ya no puedo tomar ni una friíta.” — El bolivita de Los Serranitos de América
La carretera se abría paso en aquel paisaje llanero; lo único que se vislumbraba a los lados eran algunas vacas pintorescas y árboles tostados por la luminosidad del sol. Un viejo y aporreado casete amarillo era sacado del reproductor de música, mi hermana Y., lo tomaba en su mano y lo volteaba para cambiarlo del lado A al B. La chiquilla de botas azules miraba el horizonte en algún punto entre San Carlos y Portuguesa. Recuerdo que era feliz y pedía a madre y a padre que repitieran la melodía, que a la corta edad de seis años era la única que reconocía: esa música que escuchaban mis padres y los de ellos antes que yo. El sabor de los pueblos andinos se hacía presente en la Venezuela de los años 90, en aquella planicie alargada que nos encaminaba hacia San Miguel de Boconó. Eran los tiempos de vacaciones en los que dejaba a la ciudad amada: mi Caracas. Así, entre sonidos de violines, guitarra y el bajo característico, nos acompañaban de fondo Los Serranitos de América, “los inconfundibles, los de la música parrandera, los que alegran los corazones…”
Es sábado en la noche. Mis ojos se abren paso entre la muchedumbre que se agolpa en la Terraza del Márquez, ubicada en el C.C. Unicentro en Petare, municipio Sucre. Mi corazón late; muchas imágenes se hacen presentes en mi memoria: aquella canción, la pico amarilla de papá, las voces y el acento característico de la gente de mi terruño, la forma de vestir, moverse, actuar, bailar y apropiarse de ese espacio. En ese día y en ese momento, el lugar dejaba de ser caraqueño y se convertía en cualquier fiesta gocha en el patio de una casa de bahareque allá en el campo de Jacob o en la Loma Pancha. Un cúmulo de recuerdos me invadió. No esperaba encontrar en aquel punto de la ciudad un crew gocho haciendo acto de presencia. No había salsa ni rockcito, no eran “los malandros” ni “los sifrinos”. Era mi gente, en aquel espacio de identidad colectiva alrededor de la música y su baile.
Una pregunta vino a mí: ¿de cuántos retazos identitarios está habitada Caracas? ¿Habrá igual un crew zuliano que se reúna a tocar gaitas y hablar de patacones rememorando su Maracaibo querido? ¿O tal vez un grupo de llaneros que zapatean al son del cuatro, el arpa y las maracas de un buen joropo? En ese momento recordé aquella frase que me dijo una chica venida del Táchira: “Caracas te puede comer, es solitaria para quienes no somos de acá”. Madre y padre migraron muy jóvenes. Aunque tienen más años en Caracas de los que vivieron en Trujillo, jamás han abandonado sus raíces. Mis hermanas y yo fuimos criadas como si San Miguel de Boconó, a aproximadamente 512 km de distancia, estuviera a la vuelta de la esquina.
Ser hija de la cultura andina pesaba sobre mis hombros; desde pequeña, la contradicción de no pertenecer y de querer ser solo caraqueña pulsaba fuertemente. En aquellos viajes con los viejos, donde cruzábamos las montañas más hermosas de este país, el olor a bosta de vaca no abandonaba el campo y sus sembradíos. Aunque la pequeña niña de botas azules moría de aburrimiento, hoy agradezco esa infancia y rememoro con amor y melancolía eso que fuimos. ¿Qué es Caracas? ¿Quiénes son las y los caraqueños? ¿Puede esta ciudad ser una sola cosa? De pronto, ese espacio de fiesta gocha en el corazón de Petare se vuelve símbolo de una Caracas diversa, tejida por miles de memorias e identidades que se agolpan en las migraciones internas de todo cuanto es Venezuela. ¿Cuántos Maracaibos, Boconós, Apures o Méridas viven dentro de la capital?
Quizá yo soy el relato viviente de una hibridez cultural que se gesta en esta ciudad. Caracas no es solo de quienes nacieron en ella, sino de quienes la caminan con acento prestado y corazón propio. Afirmo lo andino que me habita por mis antepasados, pero también me reconozco —sin culpa— como una mujer en demasía caraqueña. Tal vez ese casete que mi hermana Y., cambiaba del lado A al lado B era una metáfora perfecta: dos caras, dos músicas, dos territorios que se cruzan. Porque migrar no es renunciar; es sumar. Es traer el campo a la ciudad sin dejar de bailarla como propia. Cada migración, cada historia personal, es una marca en este cuerpo colectivo que somos. Caracas no es monolítica; es fragmentada y se reconstruye constantemente, como el cuerpo de las mujeres, como mis abuelas Antonia y Paul que vinieron jóvenes a trabajar en “casa de familia” para tener más oportunidades que las que su Trujillo natal les daba a las mujeres. Cuántas experiencias albergaron ambas, unas gratas y otras no, cuánta violencia, cuánta desidia.
Entonces pienso cómo el cuerpo y la ciudad se vuelven territorios de memoria viva y resistencia cultural, donde se inscribe la historia de quienes somos y de cómo seguimos existiendo. Habitar esta ciudad cuerpo-mapa implica enfrentar la contradicción de ser muchas cosas a la vez, la mezcla de tradiciones, recuerdos y deseos que a veces se tensan entre sí, pero que también resisten juntas en ese zapateo gocho que por un instante cambia la salsa por la música campesina y junta las historias de todos quienes habitamos esta ciudad.