La adoración a Chávez, la debilidad de una parte considerable de la población venezolana ante el carisma del denominado líder de la Revolución Bolivariana, hizo posible el surgimiento de una de las doctrinas ideológicas más poderosas y personalistas de Venezuela: el chavismo. En este trabajo periodístico se muestra, en texto y fotos, la potencia de la simbología chavista dentro de la sociedad venezolana.
Toda adoración se basa en la pérdida de la autoestima y en el descrédito. Quien adora transfiere la estima a otro ser o a un objeto que está envuelto con un carácter divino y que por esta condición deificada se torna todopoderoso.
A lo deificado, ya sea objeto o sujeto, el adorador transfiere sus propias responsabilidades, especialmente, la de luchar por el control y el rumbo de su destino. Y allí se produce un acto de falsa liberación.
Si el adorador no hubiera perdido la autoestima, si creyera un poco en su verdadera capacidad para asumir sus responsabilidades individuales y contribuir al cumplimiento de las obligaciones colectivas, no tendría que postrarse ante los falsos dioses, ni tampoco ante los verdaderos. Y no tendría por qué hacer una rendición social extrema, o por qué deificar lo que es absolutamente humano.

En resumen, la adoración es el producto de la estrechez humana, con independencia del nivel de educación, el nivel económico o el entorno cultural donde se desarrolla el ser humano, y esto siempre ha sido conocido por el sector político, que lo aprovecha con absoluta desvergüenza.
En Venezuela, este fenómeno ocurrió con el líder de la llamada «Revolución Bolivariana», Hugo Chávez Frías. Él, como buen animal político, alimentó la adoración de su figura para mantener su perfil y el proyecto de país propuesto por su gobierno.
El manto de incuestionabilidad arrojado sobre la revolución y sobre su líder fue tejido con hilos de estrechez. Una revolución que no arranca del todo. Por esa razón, la autonombrada revolución bolivariana no logra deshacerse de esa pareja semántica, empleada siempre como un comodín que justifica, no solo su permanente estado embrionario, sino sus diversas contradicciones y sus cada vez más obvias desviaciones: proceso.


Y en este “proceso” se cocinó un liderazgo político que nunca logró diferenciarse en términos de popularidad, de relaciones con la población y de esquemas de aplicación efectiva de la administración gubernamental, de otros líderes políticos populistas venezolanos como Rómulo Betancourt o Carlos Andrés Pérez.
La historia y la realidad política muestran que cada líder que asume el papel de benefactor infalible, salvador incuestionable, esencial y único, comete un error y se condena a sí mismo y a sus seguidores a una liberación ficticia y a un destino fraudulento.

En Venezuela ese destino fraudulento comenzó a manifestarse después de la muerte de Hugo Chávez Frías y se hizo evidente, y patético, con el gobierno de su sucesor, Nicolás Maduro. Parte del patetismo del gobierno de Maduro se revela en su incapacidad para capitalizar a su favor, hacia su imagen, la adoración de los fanáticos de Chávez.
Pero la verdad es que la adoración a Chávez, la debilidad de una parte considerable de la población venezolana ante el carisma de Hugo Chávez, hizo posible el surgimiento de una de las doctrinas ideológicas más poderosas y personalistas de Venezuela: el chavismo.
El alcance y el poder del chavismo pueden verse hoy incluso como superiores a la doctrina establecida por el partido político Acción Democrática, baluarte del ideario y las administraciones gubernamentales populistas, y considerado uno de los fundadores de la democracia en Venezuela, después de su lucha contra la dictadura del General Marcos Pérez Jiménez, en coalición con otras agrupaciones como el Comité de Organización Política Electoral Independiente (COPEI), de ideología socialcristiana, la Unión Republicana Democrática (URD), declarado partido de centro, con ideología liberal y progresista, y el Partido Comunista de Venezuela (PCV).


Luego de haber logrado la derrota de Pérez Jiménez, Acción Democrática capitalizó la voluntad popular de cambio y libertad, y obtuvo el poder político en 1958, a través de una coalición cívico-militar y un acuerdo de gobernabilidad con Copei y URD, mediante la firma del denominado Pacto de Punto Fijo, que excluyó al PCV, por presiones de la iglesia católica y desacuerdos con Copei.

AD obtendría la presidencia de Venezuela en cinco períodos (cinco procesos electorales democráticos), a partir de 1958 hasta las elecciones de 1988, donde por segunda vez ganaba Carlos Andrés Pérez (CAP). Su primera presidencia fue de 1974 a 1979, durante un quinquenio de gran bonanza económica, que consolidó su imagen y la del partido Acción Democrática con gran fuerza popular y proyección internacional.
Sin embargo, el segundo quinquenio de gobierno de CAP fue de profunda crisis económica y tanto él como AD enfrentaron situaciones de conflictos y violencia social considerables, como el alzamiento popular de 1989, conocido como “El Caracazo” y reprimido con un exceso de fuerza policial y militar tal, que aún hoy se desconoce el número exacto de víctimas mortales y de desaparecidos: 276 muertes, según cifras oficiales; aunque investigaciones posteriores de organismos no gubernamentales señalan que el total de víctimas reales pudiera llegar a las 2 mil 500.
El año 1989 marca el inicio del deterioro acelerado de la estabilidad democrática en Venezuela — además de la económica — y la germinación de lo que en 1998 se haría patente: la llegada al poder, por vía electoral, de la doctrina político-ideológica que mayor daño le ha hecho al país en su historia moderna, el populismo absolutista encarnado en la figura carismática del Teniente Coronel del Ejército Hugo Chávez Frías.

Con la aprobación de una Asamblea Nacional Constituyente en abril de 1999, con el 88% de votos a favor, el recién electo Presidente Chávez obtuvo el poder para aprobar una nueva Constitución Nacional, que otorgó mayor fuerza al ejercicio de Gobierno presidencialista y subordinó la autonomía de los restantes poderes del Estado al Ejecutivo. Desde entonces el Estado venezolano se constituyó en un monstruo socialmente moroso y paternalista y políticamente totalitario, en el que no existe el equilibrio de fuerzas, ni los contrapesos necesarios para garantizar el claro ejercicio democrático. Toda la maquinaria estatal depende de la voluntad presidencial para ponerse en marcha.
Tres años después de sucedido “El Caracazo”, el 4 de febrero de 1992, Carlos Andrés Pérez enfrentó un intento de derrocamiento militar encabezado por el Teniente Coronel (EJ) Hugo Chávez Frías. Aunque el golpe no se concretó y los insurrectos fueron obligados a deponer las armas, el efecto social y político de este evento se reflejó, como se ha dicho, en el surgimiento de la figura carismática de Hugo Chávez Frías dentro de la ansiedad de cambio del destino político del país que se incubaba en la población. Y todo gracias a la oportunidad que tuvo el comandante y líder de la insurreción de dar declaraciones públicas en cadena televisiva nacional. De hecho, el 4 de febrero de 1992 es una fecha que ha sido deificada por la doctrina política chavista.


Para puntualizar el alcance y tener una idea del calado y de las diferencias sustanciales que existen entre las doctrinas ideológicas estructuradas por Acción Democrática y por Chávez, es suficiente apreciar sus principales consignas, aquellas que buscaron generar un sentido de pertenencia y lealtad incondicional entre sus seguidores.
Para los activistas de Acción Democrática, llamados adecos, la consigna fundamental fue: «Adeco es adeco hasta que se muera», mientras que los chavistas -así se les nombra a los seguidores de Chávez-, sustentaron su sentido de pertenencia y lealtad en dos lemas, muchas veces gritos de batalla, que se alternan de acuerdo a la intensidad política del momento, o a cómo perciban las amenazas a su integridad ideológica: «Todos somos Chávez» y/o “Yo soy Chávez”.
Como puede verse, el chavismo no es una doctrina de esencia colectivista o que prioriza la idea de unión en torno a las determinaciones colectivas de un partido político. No, si el adeco era el partido, el chavista es Chávez, es decir, no la institución, sino el hombre, que se tornó mayor que toda la institucionalidad del Estado.
Esta dimensión deificada anega la cotidianidad venezolana. Sus señales, códigos y símbolos están presentes no solo en edificios y dependencias gubernamentales, sino también en discursos, actos, situaciones, rostros, cuerpos y actitudes tanto de quienes siguen, como de quienes adversan al chavismo. No cabe duda de que este es uno de los “legados” de Hugo Chávez Frías. Mayor y más potente que el que representa su sucesor, Nicolás Maduro. Y este “legado” le pesa a Maduro como un fardo liado con demasiados compromisos y deudas, que su manifiesta incapacidad negociadora y administrativa no consigue desatar. Por ello, la opción del denominado “madurismo” parece ser la de cortar el lío a filo de sable.
Desde el ascenso de Maduro al poder Venezuela se ha convertido en un polvorín, en un país que vive convulsionado y que se degrada estructural, política y socialmente a pasos agigantados. La violencia del Estado, la corrupción gubernamental y el sostenimiento de un modelo socioeconómico paternalista y motorizado por la falsedad ideológica, constituyen la causa principal de esta degradación. De 2013 a 2019, según datos del Programa Venezolano de Educación Acción en Derechos Humanos (PROVEA) y del Observatorio Venezolano de Conflictividad Social, se han contabilizado 250 muertes por acción de ¨la fuerza pública y agrupaciones paramilitares¨ durante las marchas de protesta antigubernamentales. La emigración venezolana, que llegó a 1 millón de personas durante el gobierno de Chávez (1998 a 2012) se ha cuatriplicado en el período madurista (2013 a 2021) y sobrepasa ya los 5 millones (Esta acción no deja duda de que la emigración venezolana, al menos de manera intuitiva, obedece más a la doctrina bolivariana que el Gobierno autodenominado como tal, pues responde a la advertencia hecha por Simón Bolívar el 2 de enero de 1814 en un discurso pronunciado en el Convento de Religiosos Franciscanos: ¨Huid del país donde uno solo ejerza todos los poderes: es un país de esclavos¨).

En este punto hay que indicar que el legado de Chávez se inscribe dentro del ámbito cultural. Chávez se encargó de crear una “identidad” para el chavismo: su propia figura deificada. Identidad que se esforzó por constituir como entidad omnipresente.
Más allá de lo discursivo, el chavismo y sus “marcas” estructuraron un modo de ser y de trabajar por la construcción de un espacio de poder. Solo que al sustentar ese modo en la idolatría y, en consecuencia, en la supresión de la razón crítica -al fin y al cabo toda idolatría impulsa el delirio-, creó un monstruo: un Cíclope, que se devora a sí mismo, no sin antes devorar todo aquello que, aún estando próximo y/o comulgando con su doctrina, no se le parezca, o se atreva a mostrarse diferente, lo que es igual a manifestar criterios propios.

Ese Cíclope es el verdadero legado de Chávez y a él se enfrenta también el propio Nicolás Maduro, que ha resultado un legatario, más que un heredero. La heredad profunda -y esto lo sabía Chávez- estaba destinada a la masa indiferencia que lo seguía, y que aún lo sigue a ojos cerrados, aunque parece que no tanto como para no ver cómo el sucesor y legatario usufructúa la herencia en desfavor de los herederos.
