El dolor de garganta aparece sin previo aviso. Solo espero que haya sido consecuencia de los cigarrillos del día anterior, pero por más que la lidocaína cae en mi faringe, la molestia no se va. Debo realizar varias vueltas por la ciudad, de Santa Mónica a Bello Monte y otra vez de regreso a casa. Hacer la lista del mercado, llevar a la hija a la piscina, presentar el examen de inglés, sacar la basura, comprar el botellón de agua, lavar la ropa… y un sinfín de tareas que se van almacenando en mi cabeza. Pero el dolor se va haciendo presente. Poco a poco, mi cuerpo se incendia y me toma por completo. No hay equivocación: todo parece indicar que la gripe ha llegado. Ya no es solo un anuncio que me atemoriza, ya está aquí, right now. Es su momento. Mi peor pesadilla —enfermar— se ha convertido en una realidad. Y es que no significa simplemente ceder al malestar. Es también el montón de cosas que se acumulan en mi rutina cuando el cuerpo, de forma poco educada, te dice: “para ya”.
Si una es madre autónoma en Caracas —mal llamadas solteras— y en cualquier parte del mundo, enfermar no es algo que se acepte con displicencia. El descanso parece no estar permitido en nuestras rutinas diarias. Y por más redes de apoyo que tengas —para quienes tenemos la fortuna de tener dichas redes—, igual hay que gestionar muchas cosas para sostener la vida. El trabajo no remunerado de las mujeres, justamente ese que tiene que ver con las tareas de cuidado y reproducción de la vida, representa entre el 20% y el 39% del PIB en los países de Latinoamérica, según datos de ONU Mujeres. Además de cargarnos con estas las labores —a las cuales se les da una simbología de “sacrificio y amor maternal” para no nombrarlas por su nombre: TRABAJO— también se nos adjudica la carga emocional y psicológica que ello implica. Lo que en la actualidad le decimos carga mental.
Abro la puerta de casa con la poca energía que me queda, me echo cinco minutos en el mueble y, casi entre dormida, recuerdo que debo ir a hacer las compras en la feria de los gochos que está en la esquina. Porque si no, ¿quién las hará por mí? En la nevera solo queda un calabacín endeble y media cebolla. Apelo a la lista del mercado y cuento el gasto, que varía semana tras semana entre la inflación y la devaluación que nos orbita. Pienso en mi madre y en las mujeres de mi vida. Las pocas veces que las ví enfermas, nunca paraban. Con un guarapito en mano y a seguir la vida. Así voy yo, con dos bolsas en cada brazo, intentando caminar entre la muchedumbre y la pepa e’ sol de las 2.00 p.m., de la tarde, en plena estación de metro Los Jardines. En ese breve instante de lucidez febril me pregunto: ¿quién cuida a las que cuidan? Qué difícil se vuelve la vida cuando te toca sostener… y sostenerte.
Observo a mí alrededor: las caras de las mujeres que, como yo, transitan esta ciudad. Infancias que lloran, rostros cansados que vienen guindados en las camioneticas desde el terminal La Bandera, mujeres seleccionando el tomate menos dañado, algunas embarazadas y otras agarrando de la mano a dos o tres chiquitos con una exacerbada energía vital. La ciudad no se detiene. En mi cabeza todo parece suceder en cámara lenta. En ese espacio estamos todas las mujeres del mundo. Una porción de mi ciudad refleja el trabajo de cuidados sin corresponsabilidad que recae en nuestros hombros, en nuestros brazos, en nuestros úteros, en nuestros cuerpos. No hay reemplazo para la madre, la cuidadora designada por mandato y obligación, el médico no te receta «una semana de descanso remunerado para mujeres que sostienen hogares solas». En Caracas no hay mucho margen para enfermarse. Porque cuando el cuerpo se detiene la vida cotidiana sigue su curso. Y si no te activas se te escapa el turno en la cola, se llevan las verduras menos jodidas y más baratas, te quedas sin el cobro de un día de trabajo, se va el agua, y los corotos se acumulan en la torre de platos por fregar, o la ropa sucia forma una pirámide perfecta de olores y sudor que te reclama.
No hay jevo que escriba: “Epa, ¿te ayudo con algo?”; no hay papá que te mande un mensaje: “¿todo bien?”; no hay una Nanny McPhee que aparezca con su bastón mágico a poner orden y hacerte un caldo de pollo para bajar el malestar. Eres tú, contigo. Resolviendo el día a día, siendo la heroína de una historia que solo quienes la vivimos sabemos lo que cuesta. Recuerdo a la señora R., que limpiaba una de las oficinas donde trabajé y jamás faltaba. Siempre decía, con su humor característico: “No hay que arriesgarse a perder el trabajo, mi niña, sino ¿cómo comen los muchachos?, usted sabe.” Nos enseñaron a cuidar. Pero nadie se ha detenido a preguntar quién nos cuida a nosotras. El cuerpo avisa. A veces grita. Pero en esta ciudad de vacile, de tumbao y guaguancó, no hay espacio para enfermarse, para detenerse de vez en cuando y dejarse atrapar por la gripe que te zafra sin piedad. Porque acá, como dice el dicho: si te agüevoneas, pierdes.
