Llueve en la ciudad de Caracas. Las gotas destilan por el sobretodo morado que me cubre; de la careta del casco baja a toda prisa el agua como sinónimo de gravedad. La ciudad es un caos: miles de alcantarillas rebosadas anegan las calles con agua y basura que bajan en largos ríos abriéndose paso. Carros tocan corneta sin parar, y las colas enfilan la avenida Libertador. En medio del caos, yo estoy ahí, cabalgando a mi Manuela. Jinete rojo de dos ruedas, Bera Runner 150cc. Aprieto fuertemente mis brazos, el abdomen lo llevo a la pelvis y trato a toda costa de mantener el equilibrio y garantizar la visibilidad. Me quito los lentes porque con el agua no veo nada, y mi mayor temor en la lluvia se hace presente: caerme cruzando la pintura blanca del suelo, mortal para quienes andamos en dos ruedas.
“Está asustada, déjala quieta”, me dijeron una vez mientras atravesaba la calle de Los Estadios cerca de la UCV. También llovía. Tendría tres meses manejando. Mientras, un tipo me miraba y se regocijaba sonriendo y soltando un: “Mami, ¿tienes miedo?, mosca te caes”. Como si manejar en Caracas fuera fácil, más cuando eres mujer y motorizada. Son incontables la cantidad de camionetas 4×4 que se me han pegado atrás, haciendo como si me fueran a dar, aun cuando sé que si vas en moto debes ocupar el canal igual que un carro. O como aquella vez que, atravesando la misma avenida Libertador, uno de esos vehículos casi me saca del canal, porque simplemente quería pasarme y aceleró sin más, obligándome a maniobrar y no caerme en el intento. No le importó quién era yo, mi historia, si tenía familia, hija, gatos o no y que al pasar así pudo lastimarme, causarme daño o simplemente hacer que muriera.
Caracas es una selva de cemento, y eso se evidencia en su tránsito capitalino. Miles de carros, motos, gandolas, autobuses, peatones inundan la ciudad. Los que va a pie cruzan sin ver a los lados; se lanzan en los pasos peatonales, y donde no los hay también. Cruzan mientras ven el celular, atraviesan a diestra y siniestra toda la ciudad. Los carros no son mejores. Tampoco se quedan atrás: se comen luces, van a exceso de velocidad y odian irrefutablemente a las y los motorizados —que también joden— porque pasan entre los carros, se atraviesan y van a mil kilómetros por hora. Ese es el pandemónium caraqueño. Y yo me enfrento a eso y a lo que envuelve ser mujer en una estructura tan violenta y machista como el tráfico capitalino: ¿Qué ha implicado ser motorizada en Caracas?
Cuando ruedo por Caracas, ya sea en la Av. Francisco de Miranda, en la Libertador, en la Andrés Bello o por la autopista; siento que tengo que justificar el estar ahí. Es como si las mujeres tuviéramos que demostrar que sí sabemos manejar, que no nos hemos perdido y que la calle también es nuestra. Como dice Ana Falú, las ciudades reproducen relaciones sociales desiguales, y las mujeres vivimos “la ciudad desde nuestro lugar subordinado” (2009). Manejar moto en Caracas no es solo sortear huecos, sino desafiar el lugar que nos asignaron: el de quienes caminan, esperan, ceden el paso o no se suben jamás. El tránsito es patriarcal, las ciudades incluida Caracas, rara vez piensan en las mujeres a la hora de diseñar su movilidad. Pero yo ruedo. Y ruedo sabiendo que ser mujer me vuelve visible, expuesta, y a veces, un blanco.
No sé cuántas veces me han gritado, insultado y hasta violentado cuando voy en moto. Según el Observatorio Venezolano de Acoso Callejero, más del 90% de las mujeres en Venezuela han sufrido alguna forma de acoso en el espacio público, y para quienes nos movemos en moto o bicicleta, esta violencia se intensifica. Además, la sexualización y los comentarios invasivos aumentan cuando dejamos el casco, ese escudo temporal que disfraza nuestra identidad y protege nuestro cuerpo de miradas y palabras agresivas. No es solo miedo: es la realidad de ser visibles y vulnerables al mismo tiempo, de enfrentar conductores que se pegan peligrosamente para observarnos mejor, y de vivir un tránsito donde la violencia machista no solo está en las calles, sino también en cada bocinazo y maniobra agresiva.
Los hombres tienden a conducir con más agresividad y competitividad, una mezcla peligrosa que se traduce en maniobras temerarias y velocidades extremas. En este tablero urbano, las mujeres motorizadas, a menudo, somos vistas como obstáculos, como piezas que no deberían estar ahí. Una de las cosas que ha cambiado en mi desde que ando en moto es mi performance citadino desde ser y sentirme más ruda, tener que ser malandra también en el día a día para apropiarme de un lugar que también me corresponde: La calle.
Ser motorizada en Caracas significa asumir un riesgo constante, no solo por el caos del tránsito, sino por las situaciones que enfrentamos como mujeres. Cada día sobre la moto es un ejercicio de atención, equilibrio y resistencia silenciosa frente a un espacio que ha sido conquistado. Pero ruedo, y en ese movimiento voy trazando mi propia ruta, construyendo un lugar donde la ciudad deje de ser solo un escenario masculino y se transforme en un territorio compartido, donde todas podamos existir y movernos con libertad.