El pasado 16 de julio, Juan Pedro Martínez Piedrahita —uruguayo, afrodescendiente, residente en Argentina desde hace casi dos décadas— fue deportado en plena madrugada por agentes de Migraciones. Su expulsión no respondió a una causa judicial firme ni a una condena, sino a un “riesgo migratorio” invocado de forma discrecional al momento de renovar su DNI (Documento Nacional de Identidad).
A pesar de ser compañero de vida de una mujer argentina y padre de tres hijxs nacidxs en este país, Juan Pedro no fue escuchado. No tuvo posibilidad de defenderse. En pocas horas, fue arrancado de sus vínculos, de su hogar, de su comunidad, para ser devuelto a un país donde nadie lo esperaba.
Este hecho no puede leerse únicamente como un asunto migratorio. Es una expresión de una lógica estatal que se ha consolidado en el último año y medio: un orden autoritario fundado en la crueldad, que no solo niega la complejidad social, sino que la penaliza. En nombre de la eficiencia, se impone un modelo que convierte la rigidez en norma, y a la norma, en violencia.
El caos del orden
Día tras día nos llegan noticias de insultos a niñxs, represión a jubiladxs, ataques a periodistas, recortes brutales en salud, educación, ciencia. Este caos nos aturde, nos angustia, nos paraliza. Pero lo que parece desorden o improvisación responde a una racionalidad política y económica precisa.
Estamos ante un orden autoritario que usa la crueldad como forma de gobierno. Cada gesto de violencia estatal no es una excepción: es parte de una lógica que justifica el ajuste, no solo de presupuestos, sino también de formas de vida, de vínculos, de identidades, de proyectos colectivos. No se trata solo de achicar el Estado, sino de redefinir quién puede habitarlo.
No es un dato menor que Juan Pedro sea afrodescendiente. El “riesgo” que justificó su expulsión no está en su prontuario, sino en su cuerpo. Allí el Estado proyecta los fantasmas del “otro”: el que no se adapta, el que incomoda, el que desborda. Frente a un modelo que se proclama tecnocrático y meritocrático, la vida de Juan Pedro fue tratada como un exceso. Una biografía que no encaja.
Expulsiones, exclusiones, silencios
La violencia que cayó sobre Juan Pedro forma parte de una serie más amplia de agresiones: contra jubiladxs, trabajadorxs de la salud, científicxs, personas con discapacidad, disidencias sexuales, pueblos originarios, opositorxs políticxs. Cada decreto, cada golpe presupuestario, cada detención arbitraria es una forma de decir quién merece estar y quién no.
Al mismo tiempo, el desconcierto sobre cómo responder a este proceso nos atraviesa. ¿Debemos insistir en el análisis profundo, complejo, para contrarrestar la política de la velocidad y la explicación simplificada? ¿Nos enfocarnos en cuidar y sostener vínculos, reivindicar el amor, la ternura y lo pequeño como formas de resistencia? ¿Participamos de movilizaciones en las calles para demostrar la presencia de la disidencia, del descontento, de la comunidad que no se rinde? ¿Aportamos desde lo cotidiano, en una olla popular, en un espacio comunitario?
Sí. A todo eso.
Pero también, en un espacio como este urge nombrar lo que no encaja, recuperar lo que se quiere hacer desaparecer. Sumar cuerpos y territorios a lo que el recorte estatal intenta expulsar. Nombrar la complejidad como acto político. Contar lo que no entra en los márgenes del relato oficial. Hablar de quienes viven entre mundos, entre papeles, entre formas de amor que no figuran en las planillas del Estado.
Porque cuando el Estado deja de escuchar, de mirar, de comprender la complejidad de sus poblaciones, lo que se impone no es el orden, sino el colapso.