«¿A dónde vas tan de prisa?«
«Al café de Flore, Echan una partida Céline y Henry Miller
«¡Bah! Escritores menores»
«Pero es que juegan contra Capablanca»
«¿A qué esperamos?»
Guillermo Cabrera Infante
I
Manuel Marquez Sterling, hombre a todas luces calmo y de reposado andar, atravesaba con agitación el luminoso pasillo que separaba del resto del hotel las habitaciones en donde había tenido lugar el campeonato. Se dirigía hacia el lobby del suntuoso Hotel Casino de la Playa, el mismo que años después daría luz a la famosa orquesta del mismo nombre en donde tocarían Dámaso Pérez Prado, Miguelito Valdés y el legendario Arsenio Rodríguez.
Sobre un elegante sillón de mimbre, vestido con impecable traje de tres piezas, propio de la época, le esperaba sentado con una actitud algo taciturna un hombre de estatura media, impecablemente afeitado, cabello cuidadosamente arreglado y poderosos ojos negros. José Raúl Capablanca. Al ver llegar a Marquez Sterling, presa de una agitación no propia en él, se pone de pie y le interroga con la mirada. Marquez Sterling se detuvo en seco en el medio del hall de entrada al ver al ajedrecista levantarse y luego prosigue la marcha hasta casi chocarlo. Sin mediar palabras le extendió una pequeña nota que llevaba en la mano derecha. La misma decía:
La Habana, 27 de abril de 1921 Juez Alberto Ponce Estimado señor: En calidad de árbitro de la partida, permítame dirigirme a usted con esta carta ofreciendo mi renuncia al campeonato. Le agradecería si es tan amable de hacerme saber si mi decisión es aceptada por mi adversario, por el comité y por usted mismo. Atentamente, Emanuel Lasker
Capablanca, como de costumbre, leyó la nota con una notable impasibilidad. Al terminar, apretujó la carta y la atrajo contra su pecho y sus ojos cargados de inteligencia se dirigieron hacia un atento Márquez Sterling.
“¿Qué significa esto?” preguntó sin más.
Su padrino de partida dejó escapar una amplia sonrisa y le dijo:
“Que eres campeón del mundo, José Raúl, coño. Se rindió Lasker. Se rindió. Eres el primer campeón que se corona sin derrotas. Genio, carajo”.
Y el “Mozart del ajedrez”, el niño prodigio, el sinigual talento cubano finalmente logra arrebatarle la corona al campeón alemán luego de 27 años en el trono. Ya Capablanca tenía ganado a los súbditos, que lo reconocían como una deidad sobre los escaques. Ahora, con la victoria, era indiscutidamente el mejor jugador de ajedrez del mundo.
II
En 1914, el aspirante Capablanca y el temible Lasker estuvieron a punto de enfrentarse por la corona. El cubano llegaba precedido por una extraordinaria actuación, incluyendo el título de campeón del torneo de San Sebastián de 1911. Aun se dice que dicho torneo fue el que logró reunir la mayor cantidad de talento ajedrecístico bajo un mismo techo. En San Petersburgo, en el invierno europeo de 1914, Lasker triunfa por la mínima de puntos en otro certamen repleto de los mejores jugadores de la época, con Capablanca a la zaga en el tablero de posiciones.
Se hacía ineludible el encuentro por el cetro mundial y ante el reto lanzado por el habanero, empezaron unas lentas negociaciones que finalmente se pospusieron indefinidamente por el estallido de un evento que cambió la historia: La Gran Guerra.
La matanza de proporciones inauditas en Europa va dar fin a la Belle Epoque, a la hegemonía indiscutible de Europa sobre el mundo, para dar paso al ascenso económico y cultural del hambriento Nuevo Mundo. Como si de una metáfora se tratase, el guapo, joven y genial ajedrecista cubano estaba predestinado a tomar la posta de un juego tradicionalmente europeo y renovarlo a la americana: talento desbordante, directo, llano, lógico y al alcance de todos. Capablanca representaba el optimismo y la ambición desplazada al otro lado del Atlántico y ya no solo en manos de los industriosos estadounidenses sino de la mano de un país políticamente sin renombre: Cuba.
III
Si el ajedrez, tradicionalmente conocido como “deporte de reyes”, se consideraba una disciplina elitista y propia de salones parisinos o de clubes londinenses, tal percepción estaba a punto de cambiar. El cimbronazo de la Primera Guerra Mundial va a dar paso a la cultura pop y a los fenómenos de masa. La fotografía, la música fonográfica y sobre todo el cine cobrarán mayor desarrollo y lograrán la difusión de la “alta cultura” a la mayoría de la población en un primer momento, y luego dejarán lugar a la aparición de nuevos movimientos populares. Lo que antes era para el disfrute de las clases acomodadas logra penetrar hacia otro público, deseoso de incluirse en el disfrute del entretenimiento.
La práctica de deportes, todavía inalcanzable para los comunes, pronto dejará de serlo. Los Juegos Olímpicos de 1896, trazaron el camino, pero son otras disciplinas menos longevas las que harán que los deportes tengan la masificación que tienen hoy en día: el boxeo, el fútbol, el baloncesto, el béisbol.
En ese contexto, la aparición de un niño extraordinariamente capaz para el juego de las 64 casillas, en un lugar improbable como la isla de Cuba, en una disciplina difícil de poder competir contra la popularidad logran los atletas en el cuadrilátero o en el césped, harán a Capablanca surgir no sólo como promesa de renovación del ajedrez en sí mismo. También es la posibilidad de llevar los tableros a terrenos menos explorados: a la gente común.
IV
Hijo de un español y una cubana, Capa, como le dirían más adelante, nacería en una Habana aun súbdita a la monarquía española. La capital cubana había entrado en cierta decadencia, producto de loables intentos de revolución que llevaron a guerras ruinosas. También se vio sometida a las variaciones del precio de la azúcar, su principal producto de exportación, generando crisis en la población. Sin embargo, en época de auge azucarero, Cuba representó una de las economías más próspera de la región
La bonanza de décadas anteriores había dejado a una Habana moderna, con élites bien educadas y orientada al progreso. El ajedrez, de moda en Europa de forma algo snob durante mediados del Siglo XIX no pudo de dejar de pasar por la isla. Y los cubanos se enamoraron rápidamente del juego, símbolo de distinción en base a una capacidad cerebral superior. La Habana se convirtió en la capital del ajedrez de habla hispana. Los grandes jugadores de la época, Morphy, Steinitz, no dejaron de visitar a la que se conoció como “El Dorado del ajedrez”. Será esencial para el pequeño José Raúl la visita del autómata “El Turco”, supuesta máquina de ajedrez que derrotaba a los mejores oponentes. Quizás solo Buenos Aires competía en
interés por los tableros, aunque la proximidad de La Habana a las grandes ciudades ajedrecísticas le dieron la delantera durante un tiempo.
Cuba alcanzaría su independencia antes de arribar al siglo XX, aunque con un tutelaje importante del naciente nuevo imperio, los Estados Unidos. Y esa influencia norteamericana fue fundamental hasta bien entrado la centuria. Sin embargo, la muy reciente presencia española y el desarrollo cultural propio ya habían hecho a la isla una usina de talento: Ramón Fonst (esgrima), Alfredo de Oro (billar) y el propio Capa, que terminaría siendo el cubano más internacional hasta enero de 1959.
V
La precocidad del genio cubano era proverbial. Dicen que aprendió a jugar ajedrez a los 4 años, sin siquiera ser instruido en sus reglas básicas. A base de observación. No tardó en vencer con facilidad al padre y todos los adultos conocidos. Sus progresos como jugador fueron meteóricos: se convirtió en el mejor jugador de la isla al derrotar al campeón nacional a la precoz edad de 13 años. Pronto no habría en La Habana nadie capaz de retarlo a un juego relativamente parejo.
Su genio hizo que algún mecenas habanero le apoyara en continuar su formación académica en Nueva York, como ingeniero, para luego volver a ser jefe de algún importante ingenio azucarero. Pero lo de Capa eran las 64 casillas blancas y negras. Se hizo un habitué de los clubes de ajedrez de Manhattan, donde todos se quedaban sorprendidos de la capacidad del cubano. No solo era imposible ganarle, además aplastaba a sus oponentes. Capablanca tenía una capacidad para jugar al ajedrez muy adelantada a su tiempo. Para él, resultaba de una sencillez atroz vencer a cualquier contrincante, incluso a los más preparados. Dará la gran campanada al derrotar cómodamente al mejor jugador de los Estados Unidos, Frank Marshall, y de allí dar el salto a los mejores circuitos era solo cuestión de tiempo.
Sin embargo, el talentoso Capa no se convertiría en una figura primerísima del primer tercio del siglo solo por la excelencia de su juego, sino porque tenía lo que pocos ajedrecistas habían logrado generar antes: carisma, atractivo, carácter, magnetismo. Y eso, justo en la década de 1920, “los locos años veinte”, no harían sino aumentar su leyenda.
VI
Si Europa se encontraba profundamente acomplejada por el trauma de la Gran Guerra, América no era sino el entusiasmo desbordado. La tierra de las oportunidades, desde Argentina hasta EEUU. El continente joven, lleno de riquezas, de ideas, de tierras, de energía. Y la vitalidad pujante del continente se vio reflejado en el desarrollo de sus propios productos culturales. Aparece pronto música y literatura de propio cuño y su rápida expansión hacia las grandes masas populares. Lo pop como desmarque a esos viejos estamentos propios del viejo mundo. El sueño americano, donde cualquier a base de esfuerzo podría tener una vida digna y mejorar su propia condición resultaba excesivamente atractiva para forasteros de cualquier rincón de la tierra. De la mano con ese sueño de progreso, del self-made man, del que se abre camino a base de mérito propio, está su propia entronización. Atrás está el héroe trágico o el héroe incomprendido. El heroísmo del talentoso, del exitoso es parte de la mitología de la América de principios de siglo XX.
Pronto el talento individual ya no será encontrado solo en los generales que hacían la guerra, en los líderes políticos de cada nación o en sesudos intelectuales. Los héroes del siglo serán aquellos que provienen de las nuevas industrias del entretenimiento popular: la música, el cine, el deporte. Las sociedades empiezan a tener fervor por figuras que en muchos casos provienen de sus lugares más humildes y que guardan más rasgos de semejanza con el individuo común.
El ajedrez hasta Capablanca era visto como un juego para solemnes señores en sillones capitoneados, anteojos y largas barbas, que como unos sacerdotes disciplinados practicaban infinitamente el juego hasta alcanzar una maestría superior al jugador común, dueños de una verdad desconocida para el jugador aficionado.
Con Capa hay un cambio. Capa se convierte en la sensación del mundo ajedrecístico precisamente porque es la antonimia de ese mundo de salón. Es jovencísimo, imberbe, guapo, afable, culto y de modales refinados, con gusto por la gastronomía, la esgrima y el tenis. Hombre mundano, terrenal y eventualmente con fama de mujeriego. No era un estudioso del juego, no les dedicaba un análisis obsesivo a las variantes posibles o a desenlaces alternativos. Simplemente Capa jugaba y ganaba. Casi sin esfuerzo. Vini, Vidi, Vinci. Era una fuerza absolutamente incontestable al momento de jugar al ajedrez, pero con un porte y unos modos de un próspero hombre de negocios o un elegante parlamentario. Para el mundo del ajedrez, una suerte de enfant terrible que permitiría difundir el juego en un continente que además quería disputarle cualquier liderazgo al centro de la civilización occidental: Europa.
VII
Sí Babe Ruth o Jack Dempsey resultaron ser figuras tan conocidas en EEUU como el propio presidente o el Rey de Inglaterra, se debió al auge de la publicidad. Pronto el aparato publicitario, refinado por la maquinaria propagandística que en paralelo se daba en Europa con el ascenso de los fascismos, encontró en las figuras populares una estrategia para poder aumentar lo que era el paradigma de la economía a partir de Henry Ford: el consumo. Y cantantes, deportistas y luego estrellas de cine no tardaron en servir como rostro a los más distintos productos. Capablanca no fue la excepción. Su aspecto atractivo y su legendaria imbatibilidad, luego de su consagración como campeón del mundo en 1921, resultaban un imán de ventas.
Incluso para el Estado cubano, Capa resultaba un representante poderoso para un país que aún debatía su propia identidad nacional. José Raúl Capablanca mantuvo cargos de dignidad diplomática para Cuba en la década de los 20 y 30. Y no solo Cuba. Latinoamérica entera estaba al tanto del Mozart cubano, aquel hombre magnético que le ganaba con facilidad a los mejores del mundo. Cada gira era reseñada por la prensa y consumida con avidez por los fanáticos y no tan fanáticos del juego. Cada visita a las ciudades europeas o americanas generaban un revuelo propio a la llegada de una celebridad.
Es esta especie de Capamanía, el cubano protagoniza la película de cine mudo rusa Fiebre de Ajedrez (1925), fungiendo como la atracción principal de la misma. Quizás en un papel estereotipado de galán caribeño, Capa se adelanta a otros grandes nombres que dejarían su impronta en la cinematografía. Era José Raúl Capablanca en la cúspide de su reinado.
VIII
El reinado de Capa, sin embargo, será no demasiado extenso. Su talento inmenso lo hizo descuidar los avances del juego. Confiado como era, ningún ajedrecista lo había hecho pasar apuros reales. Su habilidad era demasiado grande. Quizás Lasker, el campeón anterior, podía competir de igual a igual, pero ya era mayor y su mejor momento había pasado. La vida de bon vibant, de diplomático y showman, no le ayudaron a preocuparse demasiado en el porvenir de los escaques. Y fue así como en Buenos Aires, la otra capital del ajedrez latinoamericano, disputó el campeonato del mundo en 1927 con un formidable y joven rival: Alexander Alekhine.
Alekhine preparó durante años el encuentro. Evitó los encuentros con Capa en momentos innecesarios, estudió a fondo el estilo de su rival, maduró su propia técnica a base de estudio sostenido. Quizás con Alekhine nace una profesionalización del juego, pese a que ya algunos grandes maestros de la época de Lasker o Capablanca podían vivir del ajedrez. Perteneciente a la burguesía rusa y quebrado por la Revolución de Octubre, Alekhine representa la antítesis de Capablanca: callado, de difícil trato, distante en las relaciones, disciplinado, cascarrabias. No menos brillante que el cubano, pero con una concepción del juego algo más moderna y con un arma que pudo desarrollar que Capa nunca se vio empleada a usar. El juego psicológico.
Ante la atónita sorpresa del público porteño y mundial, el ruso inicia el campeonato superando al cubano a base de un espléndido juego imaginativo, agresivo y poco visto. Hostiga a Capablanca de una manera que nadie lo ha hecho, este acostumbrado a ganar con facilidad. Incluso llega a perder dos partidas seguidas, algo impensable para la leyenda del mejor jugador del mundo. Con esfuerzo el americano logra hacer algunos avances en una serie al ganador de 6 juegos, pero el ruso esta vez tendrá mejor estrategia en su mordaz juego combinatorio y una disposición psicológica más trabajada. Finalmente, el exceso de partidas jugadas termina agotando a un Capablanca que sale derrotado en la defensa del campeonato.
Alekhine nunca le dio la revancha al cubano. Sabía que no tendría de nuevo a un Capablanca tan confiado y evadió el encuentro durante años. Se encontraron en otros torneos profesionales donde generalmente quedaban igualados, pero la tensa disputa por la revancha terminó llevando a la enemistad entre los dos genios del ajedrez y derivando en la formación una eventual federación (hoy la FIDE) para zanjar cuestiones sobre los campeonatos del mundo.
Como si de otra metáfora se tratase, la derrota de Capa va a ser el ocaso del ajedrez americano y el ascenso de la escuela rusa. En 1929, dos años después de la derrota en Buenos Aires, estalla la crisis bursátil en EEUU y es el fin de la abundancia, al menos de momento, del continente. Sería de cierta manera, el fin de la belle epoque americana, de la Manaos cauchera faraónica, de La Habana azucarera orgullosa, de la Buenos Aires agropecuaria preciosista.
Se generarían otras realidades políticas y sociales para Latinoamérica, pero la pátina de fuerza y glamour que rodeó el primer tercio del siglo XX quedarían extraviadas, por lo menos hasta un nuevo evento magnánimo. La Segunda Guerra Mundial. Y Capablanca fue probablemente el mejor epítome, el primero, el más talentoso, el más exuberante de los frutos producidos en un territorio que de nuevo parte a la zaga, con temporales excepciones, de los gigantes de siempre.
IX
Quizás fue Lasker el que abordó a Capablanca en Buenos Aires, un poco después de la derrota con Alekhine. Conocía muy bien la sensación de pérdida luego de un campeonato. Precisamente Lasker había ostentado el cetro más que nadie, 27 años. Nadie que vino después lo pudo igualar. Ni Alekhine, ni Fischer, ni Karpov, Kasparov, ni Carlsen, han podido mantener el título tanto años. Lasker debe haber encontrado a un Capablanca despeinado, cabizbajo, algo más pálido que de costumbre. Lo habrá recibido Capa con cordialidad, le habrá invitado a pasar a la habitación del regio hotel en plena Av. Corrientes y le habrá señalado sin ganas una silla donde sentarse.
Capablanca estaría a su vez sentado en un cómodo sillón gris, de esos de suite presidencial ofrecidas a los campeones. Es posible que Capa solo levantara la cabeza para apenas ver algún estruendo en la calle. Lasker sabía que a Capa le encantaba esa ciudad, la visitaba con regularidad y tenía regulares affairs con las damas de la más encumbrada clase social argentina. Lasker era de la opinión que en parte eso le hacía perder la cabeza a Capa, el campeón recién derrotado.
Lasker conocía a fondo el juego del cubano. Era de una excepcionalidad prodigiosa. La máquina de jugar ajedrez. Si había expertos del juego que decían que no lograban entender lo que el Lasker hacía sobre el tablero, con Capa todo era claro. Era de una sencillez pasmosa, aplastante. Todo transparente. “Lástima que llegó este ruso y cambiará el juego para siempre” podría haber pensado Lasker. Recordaba ahora, mientras Capa seguía en silencio y viendo a una inquieta Buenos Aires, aquellas partidas en La Habana en ese bello hotel frente al mar Caribe.
Lasker en algún momento pensó que el clima tropical había sido una de las causas de su derrota. Con el tiempo se dijo que no, que era parte del desarrollo natural de la vida, que así fue como él venció a Steinitz en su momento, el más joven derrotando al más viejo. No le había gustado tener que defender el título fuera de casa, pero los cubanos pagaron cada centavo. América es muy rica, pensó en su momento. Al ver a Buenos Aires, se dijo que seguía siéndolo.
Miró de nuevo a Capa. Le contrastaba en casi todo al eslavo que había recién salido ganador. Se sentía más próximo a Capa puesto que quizás con el cubano se extinguía el viejo juego de ajedrez de principios y vendrían florituras excesivas propias de Alekhine. “Así debe ser, sino el juego se paralizaría para siempre en empates” pensó. Aun así, le gustaría ver a Capablanca compitiendo de nuevo, menos perezoso, más preparado, contra el ruso. Con cierto aggiornamiento, en poquísimo tiempo, el genio habanero tendría como ganarle. De otro modo, luego Alekhine se le haría inalcanzable, pensaba Lasker. Y si no era Capa el que venciera a Alekhine, sería algún genial otro americano.
No le había gustado el trópico, demasiado caluroso para Lasker, pero Argentina y Brasil les parecía que no podían sino ser el futuro de América, más que quizás los codiciosos norteamericanos. Que lograría esta gente con 10 o 20 Capas bien distribuidos, se preguntaba Lasker mientras ya caía la noche. Capablanca se repuso de pronto y de un brinco salió disparado del sillón gris en donde veía lo que quedaba de luz. “Ha sido un día largo. ¿Vamos por algún tentempié, Emanuel?” repuso en su perfecto inglés, el idioma que solía usar al comunicarse con Lasker. Abrió la puerta, dejó salir primero al alemán y con un gesto avanzaron al unísono. “Este hombre, esta gente, no sé cuándo, volverá a la cima” repitió para si Lasker, mientras José Raúl Capablanca le preguntaba amablemente si había probado el estofado que servían cerca de la Plaza de Mayo.
X
Tal vez la elucidación de Capablanca, de su leyenda, de su figura, no haya sido lo suficientemente puesta en relieve. Otras leyendas de la época acabaron siendo más importantes, digamos Carlos Gardel, Dolores del Rio, Miguel Matamoros, Rubén Darío. Pero Capa fue un símbolo universal en un ámbito tan inusual que no ha aparecido otro genio similar. Un prodigio así nace 100 años. O más. Celebremos entonces los 100 de su consagración mundial, a pesar de nuestra desmemoria tan poco capablanqueana.
Porque en palabras del poeta Nicolás Guillen:
¿Qué sé yo de ajedrez?
Nunca moví un alfil, un peón.
Tengo los ojos ciegos
para el álgebra, los caracteres griegos
y ese tablero filosófico
donde cada figura es
una interrogación.
Pero recuerdo a Capablanca, me lo recuerdan.
En los caminos
me asaltan voces como lanzas